El Aullido De Las Armas

81 5 0
                                    

Nada era como debería de ser. Aquel día, lejos quedaron los azulados cielos, los verdes y frondosos bosques cubiertos de vida, encontrándose los primeros ocultos tras una máscara de nubes negras y lluvia, que caía sobre la tierra bañada en sangre, cadáveres y armas.
Esta era pisoteada por bestias arropadas en acero y pieles, que portaban escudos, lanzas y espadas, clavando y golpeando, ordenando y maldiciendo, llorando y riendo, matando y muriendo.
Los guerreros que conformaban las tribus britanas presentes en aquella jornada, hacían salir de las sombras del bosque sus lanzas, piedras y flechas, junto con ellos mismos, arrojándose como un mar embravecido contra un acantalido hacia las filas romanas, que se encontraban rodeadas en un angosto sendero.
El barro hundía hasta por encima de los tobillos, y los cuerpos sin vida de los hombres hasta las rodillas. Flavio intentaba mantener su posición en el ala izquierda de la vanguardia junto a su amigo Clito.
Clavaban sus gladius en las entrañas y rostros de los atacantes, a la vez que intentaban cubrirse de la ola de piedra y acero que se cernía sobre ellos desde el cielo. Claudio, su centurión, golpeaba con el borde de su escudo el cráneo de un bárbaro repetidamente mientras gritaba y reía frenéticamente. Finalmente, la cabeza de su víctima se fundió con el barro y la sangre antes de que otro enemigo le clavase su hacha por la espalda para después decapitarle.
El soldado a la derecha de Clito recibió un flecha en su ojo, cayendo de espaldas sobre un joven britano herido, retorciéndose y llorando ambos, a la vez que se ahogaban con lluvia y sangre.
A Flavio el yelmo le pesaba, la lluvia le impedía ver bien, con la nariz rota por un golpe no podía respirar al ritmo que su exhausto cuerpo le pedía.
Justo después de introducir su espada en el pecho desnudo de un enemigo, otro se arrojó contra su escudo haciéndole caer al suelo. Su contrincante había caído sobre él, y Flavio, de forma instintiva, clavó el arma en la garganta del britano. La sangre que brotaba de esta caía sobre el rostro del romano, impidiéndole ver y respirar.
Tras quitarse el cadáver de encima, se alzó sobre un mar de muerte y destrucción gritando con todas sus fuerzas. Cuando se dió cuenta, la formación había caído, y tanto en el camino donde se encontraba como en el bosque que lo rodeaba se libraba una carnicería basada en combates cuerpo a cuerpo. La legión estaba siendo masacrada, los hombres atacaban a todo lo que se ponía en su camino, con las venas hinchadas, los ojos inyectados en sangre y fuera de sus órbitas, los músculos exhaustos, la sangre brotando de las heridas. Gritos, llantos y risas se mezclaban con el ensordecedor trueno de las armas y los que provenían del cielo.
A sus diecinueve años, Flavio había vivido gran parte de su vida en el ejército, sirviendo y luchando en pequeñas escaramuzas, siempre al lado de su amigo de la infancia, Clito, dos años menor, pero nunca había estado en semejante pesadilla, que le envolvió en un manto de terror.
Entre tanta muerte, entró en razón, y vio que se había separado de su amigo. Debía de encontrarlo, debía estar junto a él. Caminó pisando charcos de sangre y alfombras de hombres, vivos y muertos, cubriéndose como podía de la lluvia de flechas y piedras sin poder evitar que una de las últimas le golpease el yelmo haciéndole perder la conciencia por un momento. Tras recomponerse, clavó su gladius en la espalda de un bárbaro que estaba cerca de él golpeando a un legionario con un mazo en el suelo. Después introdujo el arma en la pierna de otro enemigo para a continuación golpearle con su escudo en el rostro.
Tras esto, lanzando maldiciones con cada asesinato, observó cómo un hombre se dirigía hacia él a gran velocidad, cubierto de barro, sangre y heces, mientras lanzaba llantos hacia él. Esta figura llegó rápido a Flavio, y este, temiendo por su vida, apuñaló a aquel individuo en el estómago cuando le pareció que intentaba arrojarlo al suelo.
Aquel hombre bañado por los frutos de la guerra dirigió una mirada de dolor y tristeza a los ojos del joven soldado, una mirada de desesperación que salía de unos ojos cubiertos de lágrimas. Flavio, descompuesto, reconoció de inmediato aquellos ojos, a la vez que notó cómo bajo la capa de barro y sangre, ese hombre portaba una malla metálica. Se trataba de su amigo, Clito.

El Aullido De Las ArmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora