2. Perfección.

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Aron tenía ya la edad de treinta y ocho años, algunas pequeñas arrugas comenzaban a hacerse notorias en la blanca piel alrededor de sus ojos verdes, y en su cabellera castaña danzaban ya las primeras canas. Él me había enseñado a través de aquel contrato que diez años antes arrebató mi adolescencia, que el dinero puede hacer más daño que un arma si se sabe utilizar de la forma adecuada. Dedicaba su vida entera a ejercer su oficio, la abogacía; sus tarifas eran bastante costosas pero todos sus clientes aseguraban que cada centavo invertido en él valía totalmente la pena ya que nunca había perdido un caso y era experto en buscar cualquier fisura o brecha en las leyes para tomar ventaja de ello y así obtener la preciada libertad para aquellas personas que le contrataban. Un hombre respetado y muy adinerado.

El día era cálido, la primavera se mostraba en todo su esplendor con un viento agradable y el cálido sol tiñendo con su luz por cada rincón posible. Aron había encendido otro cigarrillo, él fumaba como si su vida dependiera de ello aún a pesar de la tos constante que había manifestado las últimas semanas, sostenía aquel cilindro mortal con la ventana del coche abierta mientras conducía rumbo al club campestre, como todos los domingos.

—Por favor, apaga el cigarrillo, Aron ... Sabes que me molesta el humo— pedí.

—Ya casi se termina, no llores. No podré fumar en el campo hoy, Sergio apostó mucho dinero, y debo ganar— respondió, para luego toser un par de veces más.

—Esa cosa te puede matar, termina ya con ello.

—Es lo que quisieras— rió, de forma irónica. —Si yo muriera, te quedarías sola con toda mi fortuna, los coches y las tierras que compré en el pueblo de donde te saqué. Pero estoy seguro de que no duraría mucho todo ese poder en tus manos, mujer. No tienes estudios, no sabes manejar dinero y probablemente terminarías con todo antes de que pudieras disfrutarlo, es por eso que yo administro el dinero y tú guardas silencio.

Sabía muy bien que las últimas palabras de Aron eran una especie de orden a la que yo debía de obedecer. Así había funcionado nuestro matrimonio por diez años y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.
Comenzaba a notar algo extraño en mi esposo pero decidí callar, nuestro destino estaba frente a nuestros ojos y era tiempo de separarnos momentáneamente; él iba con sus amigos a jugar golf, y yo con las esposas de estos, las mujeres perfectas, adineradas y bien vestidas de las cuales Marco trataba de hacerme ver y sentir como una de ellas.

—¡Ha llegado Loretta!— Gritó Carla, la mujer de la cabellera rojo artificial que además era esposa del rector de una de las universidades más prestigiosas del país, el profesor Sergio Manrrique.

A la par del grito de aquella que era algo así como una especie de líder de ese grupo selecto de mujeres de alta sociedad, todas ellas se levantaban de sus asientos para saludarme de forma efusiva como normalmente.

—Llegan a tiempo, el partido está a punto de comenzar y parece que hoy apostaron algo grande— dijo Alicia, la de piel morena y cabellera castaña.

—¿A quién le interesa el dinero? Mi esposo solo lo apostó para darle un toque especial al asunto— Carla soltó una risa.

Esas palabras me hicieron recordar lo mucho que podía escasear el dinero en mi pueblo. Mamá era especialmente cuidadosa con él, ya que papá no ganaba mucho a pesar de sobrellevar sus días en la cosecha de manzanas y otros frutos. En los tiempos de heladas o sequías, los árboles dejaban de producir, haciendo que la economía fuera decadente.
Escuché a las mujeres aquellas parlotear. No me interesaba mucho su conversación así que me distraje viendo hacia el campo para observar como Aron se detenía a momentos para toser una vez más. Algo me decía que él debía acudir a un médico, pero conociéndole sabía que sería más fácil pedirle agua a un desierto que hacerlo consultar.

—¿Aron se encuentra bien?

Fue Dayana, la esposa del empresario Joaquín Córdoba, la voz que me sacaba de mis pensamientos. Era obvio que su estado se salud no era el óptimo para continuar en el juego.

—Me aseguraré de hacerlo ir al doctor terminando esto— me limité a responder.

—Joaquín se enfermó el mes pasado de un virus que obtuvo en uno de sus hoteles en Holanda y algunos dicen que la enfermedad también está aquí... Recuerdo que tosía mucho, tal como Aron. Tal vez tenga eso.

Un gran festejo interrumpía nuestra conversación. Al parecer, Sergio había anotado hoyo en uno, gol o canasta, lo que sea que anotasen en el golf. Aron no sólo se notaba enfermo, también furioso.

—Sergio llegó con buena mano hoy, Javier insistió tanto con este partido que por poco pensé que se llevaría el premio gordo— Miranda se había unido a nuestra plática. Su esposo, Javier Arroyo era el ingeniero mecánico más popular en la ciudad, con una franquicia de establecimientos que llevaban su nombre al frente.

Las mujeres del grupo eran las únicas con las que tenía un poco de conversación humana cada domingo. Mi día a día era tratar mi hogar, limpiar y cocinar para mí esposo y más allá no hacía mucho. Alguna vez quise ser veterinaria, enfermera o doctora, pero aquellos sueños se esfumaron porque Aron no me permitía estudiar ni trabajar para ganar mi propio dinero, y eso hacía que mi vida se centrara solamente en ser una ama de casa.
Todas yacíamos sentadas sobre esas sillas de jardín bajo el pequeño techado apto para protegernos del sol. Uno de los meseros llegaba para ofrecernos algunas bebidas y yo pedí un jugo de naranja. No acostumbraba a beber alcohol a diferencia de las demás.
El jugo había llegado en cuestión de minutos junto con margaritas, martinis y algunas otras bebidas embriagantes pedidas por mis compañeras. Y cuando el alcohol llegaba a la mesa, todas olvidaban el dichoso juego de golf que los hombres llevaban a cabo.

—¿Por qué no te relajas un poco, Loretta?— dijo Carla, sosteniendo su elegante copa de vino tinto y dando pequeños sorbos de vez en cuando.

—Estoy relajada, sólo presto atención al juego.

—¿Y quién quiere ver el juego cuando la vista de la cancha de tenis es tan buena?— Miranda habló, haciendo que la atención de todas las demás se centrara en nosotras.

—¿Llegó él? — cuestionó Brisa Adams.

—Así es— Miranda le miró con complicidad.

—¿De qué me perdí? —dije, cuando todas se ponían en pie para avanzar unos metros hacia la cancha de tenis.

—Cierto, tú no estuviste la semana pasada... No te puedes perder esto— respondió Carla.

Al llegar al destino, todas se esparcieron sobre las mesas y sillas que daban vista a la cancha de tenis de forma discreta. ¿La vista? Un hombre vestido de blanco. Piel bronceada, cabellera rubia, bastante alto y rasgados ojos verdes que acompañaban a sus labios carnosos. Un ángel, quizá.

—No sabemos quién es, ni siquiera sabemos si habla español... Pero es un sueño verlo. —Continuó Carla.

—Hice mi trabajo— Miranda interfirió. —Es médico, sí habla español y su nacionalidad es italiana. Su nombre es Benedict Di Marco.

—¿Cómo averiguaste eso?— dijo Brisa.

—Le pagué a uno de los empleados por detalles— Miranda sonrió con cierta malicia. —Lo que aún no sé, es si hay una señora Di Marco.

—No me imagino qué pasaría si Sergio me descubriera mirando a otro hombre— Carla rió.

—Si Joaquín pudiera entrar en mi pensamiento y descubrir que me imagino a ese doctor Di Marco sobre mí en la cama, seguro me mataría— Dijo Dayana, lo que provocó un estallido de risas.

Aquel grupo de mujeres no eran muy diferentes a mí. Todas éramos mucho menores que nuestros esposos, algunas tenían hijos de los cuales aprovechaban cada minuto posible para dejarlos en casa con sus cuidadoras y acudir con tranquilidad a ser las esposas perfectas ante la sociedad. La única diferencia, es que para ellas funcionaba mientras que para mí siempre hubo algo que estaba mal. Y mientras todas observaban al hombre de las piernas largas y doradas que llevaba a cabo un partido de tenis con uno de los empleados del lugar, lucían como las esposas modelo. Para ellas, eso era la perfección.

La llave de mi celda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora