Prólogo

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Prólogo

Podía escuchar el insistente aleteo de Wak, mi mejor amigo, un cuervo que me regaló mi abuelo justo antes de morir. Él vio nacer a Wak, la razón por la que Wak está conmigo se debe a que mi familia ha criado cuervos; y esto tiene que ver con que en la familia practicamos la brujería; sí, y no las tonterías que ves en la televisión con tantísimos efectos especiales, ni tampoco voodoo porque no necesito representaciones de nadie para lograr mis propósitos.

Me encontraba sentada sobre mi cama observando fijamente la luz de la luna bañar el follaje del árbol que tengo plantado ahí para que impida la entrada de demasiada luz solar por las tardes. Los rayos de luz de luna que pueden colarse dentro de mi habitación dibujan un diseño caprichoso en el suelo alfombrado de mi recámara. Me siento molesta, frustrada; más bien furiosa. Es la quinta vez que mi jefe, Armand Jenkins, se siente con el derecho de burlarse de mis fallas en público, ¿acaso no puede esperar a que estemos a solas dentro de su maldita oficina para destrozarme lo que se le venga en gana?, ¿necesita humillarme por ser mujer para sentirse un macho en todo su esplendor?, maldito… mil veces maldito.

No cabe duda que he llegado a mi límite. Y aquella conversación lastimera con Connie lo único que logró fue que deseara desquitarme de una buena vez de todos aquellos cretinos que alguna vez me han lastimado o hecho sentir menos. Me levanté de mi asiento con determinación y caminé con paso firme hasta el desván, donde mi madre había guardado todos los libros de encantamientos que mis ancestros habían coleccionado y utilizado por siglos. Mi madre había guardado todo aquello por miedo a que yo tuviera la curiosidad de desarrollar mis dones, sin tomar en cuenta que mis abuelos ya se habían encargado de mostrarme sólo un poco de lo que yo podía hacer. No puedo decir que tuve una infancia y adolescencia infelices, al contrario, disfruté no sólo de esos juegos y charlas con los amigos; también disfruté de esas tardes en el ático de mi abuela rodeada de libros cubiertos de polvo y frascos llenos de cosas extrañas que llenaban el lugar de aromas diversos.

Era mi momento de hacer uso de todo aquello y cambiar la historia. Tomar el destino de quienes se habían dado el lujo de burlarse y hacer miserable mi vida. Era la hora de hacerles sentir en su propia piel lo que yo había experimentado con sus humillaciones. Era tiempo de ellos fueran mis perras.

Entré al desván y tuve que buscar el interruptor para encender la luz, mis ojos no iban a acostumbrarse a esa penumbra a la velocidad que yo creía necesitar, así que sería mejor si encendía la maldita luz, para algo la pagaba, ¿no? Una vez hecho esto caminé hasta el ancho librero de muro a muro que había en la habitación, lleno de libros a los que mi madre les temía. Sonreí al recordarla decirme que si bien un poco de magia en nuestras vidas es bonita, abusar de ella podía convertirse en nuestra soga al ahorcarnos. Pues bueno, ahí estaba yo de frente a ese mundito de libros polvosos que mis abuelos hubieran otorgado a mi madre antes de morir; y que al día de hoy eran mi mejor herencia familiar. Busqué, entre el montón de cosas arrumbadas en una esquina, aquella olla de cobre que mi abuela utilizaba para realizar los encantamientos que llegué a verla hacer. La encontré dentro de una pesada caja cubierta de polvo, sin poder evitar estornudar al mover todo aquello.

­— ¡Maldición! —exclamé furiosa, jalando la olla para extraerla de ese montón de mierda que mi madre había acumulado ahí para que no encontrara ese instrumento en específico.

Tras unos minutos de insistencia logré sacarla y la coloqué sobre una mesa en la que, curiosamente, sólo había un libro y este era el único que no estaba cubierto de polvo. Me detuve a contemplar aquello por unos instantes hasta tomar aquel libro entre mis manos y comenzar a hojearlo. No puedo mentir, al abrirlo sentí cómo mis rencores y deseo de venganza se sintieran aplacados dejándome en cambio un deseo de reír sin parar. Tuve que correr hasta el teléfono sosteniendo el libro y la olla en mi mano; debía llamar a Connie.

La bruja de Port AngelesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora