CAPÍTULO EXTRA.

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CAPÍTULO EXTRA.

COBARDE.

Las extrañas causantes de mis pesadillas redimían a intentos fallidos por recordar lo sucedido. Imágenes dispersas, sonidos ajenos y epifanías absorbentes. La mente era la maravilla que la psicología admiraba, y la mía era de aquellas que uno debía detenerse a pensar; ¿en qué demonios pensaba?

Sentía como los muros venían hacia a mí, en busca de vagas explicaciones como alguna vez lo hacían mis aclamados colegas, quienes podían resumirse en dos palabras: títeres absurdos. Difíciles de descifrar en un primer momento, pero por haber estudiado medicina ninguno parecía tener el ímpetu de la investigación a lo profundo, y eran cobardes, y bastante.

Le temían a lo nuevo, a lo fresco, a la invención y su resultado, le temían a todo. Como aquellos alguna vez le temieron a la lobotomía y al conductismo, le temían a ARYA.

Patéticos, y aún me sobraban adjetivos para continuar con mi discurso de odio ante aquellos.

La taza de té a mi lado se enfriaba, el hilo de humo que tenía hace minutos se había desvanecido con cierta rapidez, me acomodé en mi sofá y subí mis pies a la mesa ratona, a un lado mi libreta.
Había tomado la costumbre de realizar anotaciones sin orden o fecha; pues no importaba el día sino su resultado.

Había perdido la cuenta de la cantidad de páginas que llevaban nombres diferentes, recordaba muy poco sus rostros en verdad, y solo si era necesario, me tomaba el esmero de recordar sus ojos; desentrañaban sentimientos golpeteando con furia pero ninguno suficientemente fuerte como para derribar la barrera entre la mente y el cuerpo.

Mi padre una vez me dijo: todos quieren ir al cielo pero nadie quiere morir. En aquel entonces una frase que llevara la religión en su escrito era de poco interés para mi persona, en aquel entonces era mi tercer año y esa clase de tonterías me parecían menores. Pero cuando comencé a trabajar en la clínica Fark aquella no podía encajar mejor.

El sonido de la puerta abriéndose me distrajo, sabía que era la de la entrada y unos pasos firmes se oían a la lejanía. No me moví de mi sitio, tomé mi taza de té y la acerqué a mi boca, olfateé su aroma y bebí un sorbo. Luego la dejé en su lugar nuevamente. Observé el reloj sobre la chimenea, las manecillas parecían no querer moverse. Respiré profundamente, todo parecía tan eterno.

Los pasos se escuchaban más cercanos, pero iban a su tiempo, midiendo cada centímetro entre un pie y el otro, tan perfectos que me sumergían en la simetría del sonido.

Tomé mi libreta y un bolígrafo, le di un par de vueltas, no era nada cara, de hecho eran de esos cuadernos que sobraban por ahí y había que usarlos tarde o temprano. La tapa era de un amarillo apagado ─como todo en general─ y en su contraportada estaban mis rayones por el aburrimiento.

¿Debería leerla?

Rondaban por mi cabeza ideas variadas, y hasta en mí surgió la atroz idea de lanzar el libro al fuego para calentar mis pies. Así se sentía la incertidumbre.

Abrí el libro en una página cualquiera, esperando encontrar alguna que otra cosa interesante, los mismos nombres de siempre: Dylan Weist (16), Annabelle MackLoyd (45), Aiden O'Brien (34), Blair Hoffman (17), Truce Cooper (11) y así una interminable e insufrible lista. Sonreí por inercia al observar que aún quedaba espacio para rellenar con experimentos exitosos o bueno, en su mayoría.

Toda ciencia tenía sus fallas.

Dejé el cuaderno sobre mis piernas y regresé mi vista al té, estaba caliente. Podía comprobarlo porque el hilo de humo había vuelto a aparecer. Dirigí mi mirada al reloj y marcaba las doce en punto. Determiné que aquel día sería el más largo de todos.

Antes de levantarme del sofá le dediqué un par de insultos más a mis colegas, pues se los merecían. Especialmente por haber dudado de mis métodos.

Los pasos volvieron a oírse, aunque no estaba muy seguro de recordar cuando habían cesado. Pero ahora parecían tener rumbo y ese destino era mi habitación sin duda alguna.

Cerré mis ojos y respiré profundamente en el mismo instante en que la puerta del consultorio estaba abriéndose. La oí pasar, sentí su presencia─era muy difícil no hacerlo─y abrí mis ojos.

─ Hola señor Turner─saludó con dulzura.

─ Hola, Arya, ¿a dónde iremos?─interrogué sonriente. Allí estaba; la más grande maravilla de la mente humana, la cura a la demencia que solo yo había podido encontrar.

─ Eso depende de lo que tiene que hallar, considerando que se trata de usted...─dijo y meditó sus próximas palabras─ Tal vez nos lleve más de lo requerido.

─ ¿A qué te refieres?─pregunté desconcertado, la pelirroja se acercó a mí y tomó mi diario y mi pluma, le hecho un vistazo mientras le daba vueltas a la habitación.

─ Pues en su caso hay que encontrar algo que no existe, señor Turner.

─ Debe ser porque estoy sano─deducí segundos después, una pequeña risa se desprendió de sus labios.

─ Nadie está sano─comentó, se posicionó frente a mí y me tendió el libro─ Bienvenido a la Tierra, el día de hoy buscaremos su humanidad, esperemos llegar a encontrarla antes de las doce, ¿no?

Me estremecí y me dirigí a la última página del diario para observar mi nombre escrito en él.

Temí, como los cobardes de mis compañeros; había hecho que mi propia creación experimentara conmigo.

N/A.

Extrañaba un montón escribir para esto, y creo que se merecían saber lo que había ocurrido con nuestro buen amigo Jacob Turner, ¿no?
Bueno, me divertí mientras duró, no me odien.
Por cierto, si me detestan por escribir novelas con tantos problemas psicológicos solo esperen que vaya a la universidad a estudiar psicología, después de eso me internan. No tengo pruebas pero tampoco dudas.

Besitos.

EXPEDIENTE SATURNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora