ACERO VERDE

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Marionetas de obsidiana

Por Félix F. Fontag  

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1. Acero verde

Le palpitaba el pecho hundido. No podía apenas respirar, pero al menos estaba vivo... por el momento. Sentía cómo las fuerzas lo abandonaban en aquella tabla corroída y quemada. Todo había pasado tan rápido...

Un destello cegador, gritos, confusión... el caos en el tren y la muerte cabalgando sobre las alas del vacío que les esperaba bajo el cañón. Aún no podía entender cómo había sobrevivido. Quizás fuese el único... y si no llega a ser por aquella criatura ahora estaría, con toda probabilidad, con los ojos vidriosos y el cuerpo sin vida envuelto en llamas. Como seguramente estaría ahora ella.

El tren había salido de madrugada rumbo a Puerto Condena con cerca de ochocientas almas en su interior. Todo había transcurrido con normalidad hasta media mañana. Esa línea era recorrida diariamente por miles de personas: comerciantes, buscadores de fortuna, reporteros, trabajadores, ricos, pobres, humanos, forjados, guerreros y sacerdotes. Razas, culturas, costumbres y lenguas se cruzaban a diario entre aquellas cuatro paredes de acero. Todos con sus propios propósitos e inquietudes, aunque pocos con uno tan peligroso como el suyo.

El rayo-carril avanzaba imparable sobre la vía de monolitos, con ese característico y monótono traqueteo y el olor del ozono que purificaba sus pulmones. Le encantaba esa sensación, pura y fría, como un chapuzón en un manantial cristalino. Habían recorrido unas cuantas millas, siempre acompañados desde el cielo por una curiosa saeta de estrafalario diseño, cuando surgió entre la niebla el célebre puente Príncipe. Curioso nombre para un aparentemente destartalado puente colgado en mitad de un vacío de varios cientos de metros. Se le encogía el corazón cada vez que contemplaba el cañón desde arriba, aunque había permanecido en pie y sin ningún tipo de vicisitud durante los últimos cinco siglos, desde que al Príncipe Markus el Ciego se le ocurrió comunicar las dos principales urbes del Continente. Ahora ya sólo estaba habilitado para recorrerse en rayo-carril, el medio de transporte más extendido y, con diferencia, el más seguro.

La débil niebla desapareció mientras se aproximaban al inicio de aquel angosto puente. El paso era inevitable; las vías de rayo-carril no permitían un desnivel demasiado elevado, por lo que era técnicamente imposible cruzar el Cañón Rojo de ninguna otra forma que no fuera por aire o que requiriese semanas de viaje. La vía comenzó a separarse paulatinamente de la ladera para dar comienzo a uno de los puentes más complejos, arquitectónicamente más perfectos e injustamente más infravalorados de todo el Nuevo Continente, cuando, de pronto, aconteció lo imposible.

Nadie se lo esperaba, nadie podía creer lo que ocurría. ¿Quién iba a hacer una cosa así? Las imágenes pasaban a toda velocidad ante él, incapaz de recordar los sucesos en orden o con la suficiente nitidez. Todo estaba tan confuso, un huracán de terror y pánico, llantos, gritos, cuerpos envueltos en llamas verdes y negras, rostros asfixiados y la imagen mental de aquella descomunal mole de acero avanzando vagón tras vagón sembrando el pánico entre los pasajeros...

Ahora ya nada importaba, todo estaba claro. Pero nadie podría contar la historia a menos que hubiera algún superviviente. Y solamente en esa convicción encontró la suficiente fuerza para volver a la realidad. Intentó incorporarse con dificultad, todavía atenazado por el dolor de las quemaduras y su esternón aplastándole los pulmones. Consiguió a duras penas retirar la pieza de metal bajo la que yacían sus piernas y, aun cegado por la conmoción, trató de ponerse en pie.

Una fría bota de hierro sobre el pecho fue lo que obtuvo a cambio de su intento, con violencia le empujó de nuevo sobre aquella dura tabla. Gritó de dolor. No podía abrir los ojos, aunque posiblemente fuera lo menos recomendable si es que quería permanecer con vida.

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⏰ Last updated: Oct 13, 2020 ⏰

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