Prologo

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Prólogo
A Serena siempre se le había dado bien mentir. Si eso era un defecto o una virtud dependía del punto de vista. Para ella, era algo bueno, y más cuando se encontraba delante de un guardia del palacio que le impedía disfrutar de la noche que había planeado. Tenía tabaco, dinero y grandes planes.
—No podía dormir, así que he pensado que podría leer un poco —dijo enseñándole el libro que sujetaba en la mano. En los internados franceses había aprendido que un libro era siempre una buena excusa para justificar una escapada nocturna. Y su padre, el príncipe Kenji de Moon Crystal, tenía una de las bibliotecas mejor surtidas de toda Europa—. Ahora volvía a mi habitación.
—Su habitación está en la otra dirección —contestó el guardia señalando el lado opuesto de donde estaban. Serena giró la cabeza un segundo y volvió a mirarlo.
—¿En serio? —preguntó, fingiendo no haberse dado cuenta—. Habría jurado que estaba hacia allí. — Con la mano, le indicó un pasillo pavimentado de mármol de Siena, con brillantes espejos de pan de oro y docenas de puertas—. Es todo tan confuso, siempre me pierdo. Hay tantos pasillos... —Serena moduló la voz para parecer inocente y confusa, y luego sonrió. Sabía que con su sonrisa podía derretir a cualquier hombre, y era un arma que utilizaba siempre que era preciso. Aquel guardia no fue distinto. —Es comprensible —dijo el hombre, devolviéndole la sonrisa—. Pero ya sabe que tenemos órdenes de su alteza real, el príncipe Kenji, de no permitir que deambule por el palacio de noche. Su padre era un desconocido para Serena, y el palacio Moon Crystal una prisión, pero no tenía intención de permitir que la encerraran allí y se olvidaran de ella. Era una mujer adulta e iba a hacer lo que se le antojara. Claro que tampoco tenía intención de proclamarlo a los cuatro vientos.
—No estaba deambulando —le dijo compungida—, ya le he dicho que no podía dormir.
—Estaré encantado de acompañarla hasta sus aposentos.
El tipo no era de piedra pero tampoco estúpido. Serena suspiró resignada y permitió que la llevara hacia su habitación, porque sabía que eso sólo era un retraso temporal en sus planes. Era noche de Carnaval, y con guardias o sin ellos, no se iba a perder la fiesta.
De nuevo en su habitación, vio que la doncella aún no había regresado. La magia del Carnaval atraía a todos por igual, y ella le había dado permiso a Molly para que fuera a disfrutar de los festejos. A oscuras se encaminó hacia la terraza. Esperó a que el guardia de patrulla doblara la esquina y entonces se deslizó fuera para probar suerte con otra ruta de escape.
Saltó asustada al sentir una mano en el brazo, pero al dar media vuelta, se encontró con la última persona que habría imaginado.
—¿Mina? —Miró atónita a su hermanastra—. ¿Qué haces aquí?
—Estaba mirando por la ventana —contestó la chica casi sin aliento—, y te he visto atravesar el patio corriendo, así que he decidido seguirte. —Mina, que era menor que ella, se sujetó con fuerza la bata y miró primero la escalera y luego a su hermana—. ¿Te vas?
—Vuelve a la cama.
—¡No lo hagas! —suplicó con la inocencia de sus diecisiete años, sujetando a Serena con fuerza—. Desde que tú estás aquí, las cosas son mucho más divertidas. Oh, Serena, no podré soportarlo si te vas.
—No seas boba —dijo ella, soltándose de su hermana—. No me voy a escapar. Pero te confieso que cuando tenga bastante dinero sí lo haré. Ahora sólo voy a ver el Carnaval.
—¿Tú sola? Serena sonrió y abrió los brazos con un gesto muy elocuente.
—¿Ves a alguien más?
—Papá se pondrá furioso si lo descubre. Serena miró a Mina condescendiente,
—No lo descubrirá si tú no se lo dices.
—No se lo diré, te lo prometo. —La chica volvió a mirar la escalera—. Lo haces a menudo, ¿no?
Era evidente que a Mina nunca se le ocurriría escaparse; Serena se había dado cuenta de ello apenas unos días después de conocer a su hermanastra. Ésta era la hija buena, la hija legítima, la verdadera princesa. Mientras que Serena era la oveja negra, la hija bastarda y el secreto más vergonzoso del príncipe Kenji. Ella no era princesa, y nadie esperaba que se comportara como tal. No se cambiaría por Mina por nada del mundo.
La luz de la luna y los fuegos artificiales iluminaban el cielo. La música y el jolgorio la atraían como la
miel a las abejas, y todo eso iba a terminar dentro de unas horas. Llevaba meses viviendo en el palacio de su padre y al cabo de una semana ya sabía moverse por él. Conocía perfectamente los mejores
sitios para escapar, y se dirigió corriendo hacia uno de ellos.
Cuanto más se acercaba a los lindes del palacio, más fuerte le llegaban los sonidos de la fiesta, pero justo cuando iba a sacar la escalera de las matas donde la había escondido antes, fue interrumpida de
nuevo.
—Vuelve a la cama —le ordenó, y se dio media vuelta hacia el muro—. Por todos los santos, sólo llevas una bata.
—Igual que tú.
—Yo voy vestida debajo.
—¿Llevas un disfraz? —Antes de que pudiera responder, la mano de Mina volvió a rodear la suya—. Llévame contigo.
—¿Qué? —Serena se detuvo y negó con la cabeza—. Ah, no. Kenji me mataría. Que me escape yo es una cosa, ya lo he hecho antes, y saben que no deben esperar nada bueno de mí. Pero tú eres distinta. No puedes venir.
—Vamos, por favor. Samuel sale siempre que quiere, pero lo único que me está permitido hacer a mí es observar las fiestas de Carnaval desde el balcón. Quiero disfrazarme y pasear por la calle, como todo el mundo.
—No, no quieres hacer nada de eso. No te gustará. Las calles están sucias y llenas de indeseables. Te darán asco. Miedo.
—No. Por favor, llévame contigo. —Mina se quedó mirándola a la luz de la luna, igual que un perrito faldero al que le dicen que no van a sacarlo de paseo—. Nunca me dejan hacer nada —susurró con una voz tan triste que a Serena se le rompió el corazón.
«Pobre chica.» Su hermano mayor, Samuel, tenía toda la libertad con la que podía soñar el hijo de un príncipe, pero Mina estaba destinada a pasarse la vida, de la cuna a la tumba, confinada en palacio; la cuidarían y algún día la casarían para forjar alguna alianza con algún otro país, y jamás conocería la plenitud de vivir fuera de las doradas puertas de su prisión.
—Está bien, vamos —dijo, antes de pensarlo mejor—. Pero no te alejes de mí —añadió mientras le señalaba la escalera—. Lo último que me faltaría sería perderte.
—Seré como tu sombra —prometió Mina, y se detuvo en lo alto del muro.
—Siéntate ahí un momento —le dijo Serena.
A continuación, corrió la escalera a un lado y, tras remangarse las faldas, subió junto a su hermana. Al llegar arriba, tiró de la escalera y la colocó al otro lado de la pared. Descendieron hasta el callejón que había junto a palacio y Serena le dijo entonces a Mina que la siguiera. Luego se quitó la bata de terciopelo y se quedó sólo con la ropa de campesina que llevaba debajo.
—Lo primero que tenemos que hacer es encontrarte un disfraz —reflexionó mientras se colocaba a la espalda la larga trenza rubia—. Y una máscara —añadió, sacándose una del bolsillo para colocársela. Se ató las cintas detrás de la cabeza y se cubrió la melena dorada con un pañuelo rojo—. Espera aquí. Serena fue hacia uno de los vendedores ambulantes que siempre había por allí, ansiosos de satisfacer las necesidades de aquellos a os que el Carnaval cogía desprevenidos, y, gracias al poco dinero que había conseguido ahorrar para la ocasión, pudo comprar un disfraz y una máscara similares a los suyos para Mina. La chica cumplió su promesa y, mientras paseaban por las callejuelas del Reino Moon Crystal, se mantuvo pegada a ella como una sombra.
El Carnaval era un espectáculo indescriptible. Los balcones y las ventanas estaban cubiertos por telas de colores, los carruajes y los carros iban a rebosar de arlequines, magos y bromistas; las calles estaban repletas de gente, y la música, los fuegos artificiales y el confeti inundaban el aire. Serena y Mina disfrutaron del espectáculo de mimos, acróbatas, trovadores y juglares durante unas cuantas horas. Los vendedores ambulantes las tentaron con los juegos de azar, pero Serena se negó con una sonrisa.
No era tan tonta como para jugarse las pocas monedas que le quedaban en algo en lo que sabía que era imposible ganar.
Mina no habló demasiado, sino que se pasó el rato mirando embobada todo lo que las rodeaba y la sonrisa que había dibujada en su rostro decía más que mil palabras.
Estaba tan contenta de ser libre, al menos por una noche, que Serena se alegró de haberla llevado consigo. Cuando la joven regresara a la prisión de palacio, tendría al menos ese recuerdo que siempre la haría sonreír. Se detuvieron para ver la representación de la Commedia dell'Arte en el centro de la plaza y Serena vio cómo un carro tirado por un buey se acercaba a ellas. Dentro había dos jóvenes disfrazados de campesinos de Black Moon. El conductor lo detuvo en seco y ambos hicieron gestos y las llamaron tratando de captar su atención.
—Mira, Mina, tenemos un par de admiradores. Su hermanastra ladeó la cabeza y, tras sonreír con timidez a los dos jóvenes, volvió a apartar la mirada.
—Nos miran con mucho descaro.
—Son altos y fuertes —dijo Serena admirándolos—. Es una pena que las máscaras les cubran el rostro y no podamos ver si son guapos. En fin. —Les sonrió y les mandó un beso.

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