No hay sol que abrase más que el sol del mediodía: las lenguas de fuego atraviesan el cielo furiosas hasta impactar como un meteorito en la arena roja que rodea los altos muros de Suspiria.
Una figura menuda y encapuchada avanza penosamente, hundiendo sus desgastadas botas en las dunas de tierra roja. La arena se traga sus pies cubiertos de llagas hasta el tobillo, avanzar resulta cada vez más complicado. El sol no da tregua y arde insistente sobre su capa roída y la capucha con la que se protege la cabeza. El calor del Infierno es más benevolente que el sol de Suspiria a la hora del Ángelus. El viento también se ha levantado pertinaz y azota con manotazos de arena y polvo a la exhausta personita que camina pesadamente.
Nuestro personaje recorre el Gólgota que se halla rodeando las murallas. El valle de cruces se extiende a varios kilómetros al norte y al oeste de la urbe, al este delimita con unos acantilados cavernosos de piedras rojizas. Muchas de las inmensas cruces de madera todavía tienen cuerpos colgados descomponiéndose, con las entrañas al descubierto, suspendias como serpientes negras y abrasadas. Otros yacen en el suelo, convertidos en sacos de polvo y huesos. Los más recientes, los que todavía no han sido devorados por los cuervos, aún conservan parte de la piel y algún ojo ciego y seco. De sus mandíbulas desencajadas pueden escucharse los aullidos de dolor y las súplicas de piedad y misericordia.
Como en tiempos bíblicos, el Gólgota se usa como lugar de condena y muerte, allí van a parar la peor calaña de la ciudad: no los violadores, ni los asesinos, ni tampoco los ladrones... En el Gólgota solo perecen los traidores.
El olor a podredumbre y a descomposición, junto con el polvo y la aridez del desierto dificulta la respiración y apremian al viajero que lo recorre a buscar un lugar donde poder llenarse los pulmones de aire fresco y quitarse ese horrible sabor a muerte de la garganta. No es de extrañar, que nuestro pequeño protagonista vaya cubierto de los pies a la cabeza: la capa negra y carcomida cubre el cráneo con una capucha, y una máscara de tela se encarga de taparle la nariz y la boca. Apenas se distinguen los rasgos de su rostro cubierto de arenilla: solo los ojos, uno de ellos brillante como la esmeralda, el otro, oscuro y lúgubre como una cueva. Alrededor del ojo marrón, una cicatriz en forma de C que afea su rostro desde la ceja hasta la mejilla. Su ropa va a juego con su deplorable aspecto: la túnica antaño debió de ser blanca, ceñida a la cintura con un cinturón de piel y pantalones pardos, sujetos a los tobillos por unas botas con las puntas desgastadas. Sobre sus menudas espaldas carga una talega de tela basta con numerosos parches y costuras. A juzgar por su altura y la anchura de sus hombros, deducimos que se trata de un muchacho joven, en sus últimos días de la adolescencia, malnutrido, cansado y raquítico.
Nuestro amigo camina pesadamente entre los restos de huesos humanos, una tibia cruje bajo sus pies y se parte en dos, convirtiéndose en partículas grises que revolotean con el viento. Los cuervos, negros como el infierno, sobrevuelan su cabeza entre siniestros graznidos. Un motor ruge lejano, son los Gnomos, los encargados de crucificar a los traidores a Suspiria, acaban de saciarse con su última víctima: una mujer que grita desesperada pidiendo compasión y proclamándose inocente. Los grotescos seres se ríen de ella entre chasquidos y gritos agudos de comadreja. Y tal y como hacen con todas sus víctimas, la abandonan a su suerte dejándola morir mientras un cuervo devora sus ojos. Sus chillidos de dolor rompen los cielos, pero nuestro compañero está más que acostumbrado a escucharlos y continúa avanzando por el Gólgota, arrastrando su talega.
Un gesto de dolor se apodera de su rostro, se muerde la lengua y el sabor a sangre anega su boca. Instintivamente, se lleva una mano a la cadera izquierda: el dolor se ha vuelto más intenso durante los últimos días, pero eso no impide que tenga que realizar sus tareas. Coge aire, con los ojos empapados en lágrimas, se carga el saco de nuevo y sigue andando. Se detiene al pie de una enorme cruz de madera, que todavía tiene manchas de sangre seca allí donde clavaron las muñecas de su condenado. Su silueta se dibuja lúgubre tras el sol, cegándolo. Bajo la enorme estructura, un cadáver, todavía bastante entero: sus muñecas están completamente desgarradas y por todo su cuerpo hay signos de látigos, moratones y contusiones. Sus ojos miran al cielo, casi fuera de las cuencas, la boca desencajada y la lengua a fuera, negra como la noche. El chico se arrastra a su lado e inspecciona el cuerpo, apesta, y aunque lleve el rostro tapado, arruga la nariz: Observa detenidamente las marcas y heridas, del cinturón extrae un cuchillo rudimentario, de piedra y mal afilado y lo utiliza a modo de palanca para sacar los ojos del cuerpo, meterlos en un pequeño tarro y guardarlos en la talega. También inspecciona los dientes, pero están demasiado podridos como para poder aprovechar algo. Se arremanga la túnica hasta los codos y de un fuerte golpe le abre el esternón y le separa las costillas en una rápida maniobra que, por su precisión, ha realizado miles de veces. El hígado está hecho polvo, ¡una putada! Es de los órganos mejor valorados en el mercado, aunque el corazón se puede aprovechar. Lo extrae de su lugar y lo guarda junto a los ojos del condenado. Se seca la frente con el dorso de la mano, dejando una mancha granate emborronando su frente.
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Retrato de SUSPIRIA: La Ciudad del Dolor
FantasyBasada en el concepto y la historia de IRA DEI (Mägo de Oz, 2019) Suspiria, ciudad de pecado y de lujuria, plaza de la soledad, bastión de las almas perdidas, el lugar donde la humanidad ha olvidado amar. Donde la luz murió cegada de tanto llorar, d...