1982 ©

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1982

No quiero que pienses nada raro porque no he querido empezar con Querido Quinlan, ni tampoco que te hagas ilusiones porque te esté escribiendo. Estamos en los ochenta, eso no se hace ahora.

Bueno... he oído que has estado preguntando por mí. Y como quiero que dejes de hacerlo, mejor que conteste yo misma a tus preguntas.

Quiero que sepas todo lo que pasó antes... y después de aquella noche.

Tú eras Quinlan. A secas. No apellidos. Y nadie preguntaba, no hacía falta nada más. Quinlan solo eras tú.

Y yo era Kerrie Smith. Yo tenía apellido, y aun así nadie tenía ni idea de quién era yo.

Por eso me sorprendí tanto cuando fuiste tú quien me habló aquel día.

—Tienes una sudadera como la mía —dijiste. Y no me saludaste siquiera. No te presentaste. Tampoco es que hiciera mucha falta.

—Sí —contesté.

Era una sudadera con capucha, negra, The Rolling Stones en unas letras muy chulas y los labios rojos sacando la lengua.

Ahora mismo la llevo puesta.

—No pareces de la clase de chicas a las que les gusta The Rolling Stones —sonreíste.

—Tú sí.

Estabas lleno de tatuajes, y aunque a mí no me gustaran especialmente, en ti quedaban bien. En ti, absolutamente todo quedaba bien.

Tu piel era blanca como el mármol, adornada por tinta oscura, tus ojos azules como el cielo y tu pelo negro como el carbón. Tus labios eran finos y rojos y morí por besarlos. Incluso las pecas de tus mejillas y tu nariz parecían lo más bonito del mundo.

—Eso dicen —te encogiste de hombros—. ¿Cómo te llamas? Yo soy...

—Quinlan —te interrumpí, y tú sonreíste—, yo soy Kerrie.

En ese momento alguien te llamó, te giraste y te fuiste.

Sin mirar atrás.

Como si yo no hubiese sido nada.

Kerrie Smith nunca fue nada. Tú ni te despediste... y aun así, fui incapaz de enfadarme contigo.

Pasaron dos años y estuve ahorrando para el concierto de Slane.

Nunca olvidaré ese día: 24 de julio de 1982.

Quería cantar con mis ídolos, estar ahí con ellos. Y también porque sabía que tú estarías (ya no merece la pena mentirte), aunque no esperaba verte, en realidad.

Habría mucha gente, y aunque tú fueras... tú, era imposible que te encontrara.

Tampoco hizo falta buscarte. Apareciste entre la multitud y sonreí.

Sonreí porque tú sonreías, y había pasado dos años esperando volver a ver esa sonrisa tuya en tus labios finos. Y llevabas la sudadera —nuestra sudadera. Para ti debía de ser algo insignificante, pero ahí estábais, ella y tú, y te quedaba tan bien como la primera vez que te vi, y tus tatuajes parecían más hermosos, y tus ojos más brillantes, y tenías más pecas, y tu pelo parecía más negro.

1982 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora