Tiempo atrás

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El albacea de mi tío me había citado en la propiedad. Si bien el hermano de mi madre siempre fue poco dado a lujos y ostentaciones, no recordaba la enorme casa en tan deplorable estado. Tras cruzar las puertas del antaño cuidado jardín, me sumergí en la pesadilla de un botánico: malas hierbas creciendo por doquier, lugares de recreo, como el rincón de lectura de mis tíos, invadidos por las hiedras y otras plantas oportunistas. Espinos, cardos y un sinfín de invasores había tomado el que había sido escenario de mi infancia, deformándolo, alterando mis recuerdos de aquellas tardes cálidas de verano años atrás. La melancolía se apoderó de mi corazón. «Oh, querido tío, tuviste que sufrir mucho en tus últimos días». Debí de pensarlo en voz alta porque fui contestada.

—Era un hombre fascinante su tío, mi querida Susanne.

—Hola, señor Mallard, no le oí llegar.

—Mis disculpas si la he asustado, jovencita. Este entorno se presta a creer en fantasmas... —rio el albacea.

Había sido amigo de mi tío durante más de treinta años. Juntos habían iniciado negocios muy prósperos y juntos habían soportado grandes fracasos. Su amistad había llegado al extremo de comprometerse ambos con sendas amigas e incluso celebrar a la par sus respectivas bodas aquí, en la mansión que fue escenario de aquellos años de frenesí en los negocios; por ese motivo el señor Mallard se empeñaba en decir que éramos familia, aunque no era así.

Mi tío era el hermano mayor de mi madre y como tal siempre había tenido debilidad por ella y por nosotros, máxime cuando mi abuelo había muerto siendo ellos niños y fue él, Robert, el que tuvo que ejercer, desde los catorce años, como cabeza de familia y gestionar el patrimonio de mi abuela. Tuvo éxito en buena parte de sus inversiones y durante unos años, Industrias Wolfsmith fue un referente incluso en el continente. Al no haber tenido hijos con su esposa, de la que llevo el nombre, ambos sintieron siempre un especial cariño por mí. Mi madre cuenta, como anécdota, que mi tío, una Nochebuena en la que los licores fueron abundantes, llegó a ofrecerle una descomunal suma de libras por mi adopción pero que ella jamás dejaría a su hija criarse con una pareja tan dada a los parajes exóticos, las bebidas exóticas y las sustancias exóticas.

Robert Wolfsmith era un hombre de carácter alegre y debió de ser un codiciado soltero no solo por sus múltiples negocios, ya que además tenía una poderosa voz que adornaba su ingenio y hacía gala de un sentido del humor que lo convertían en centro de cualquier reunión, aunque él solo tenía ojos para mi tía Sue. Se conocieron en ultramar y nunca se separaron. Juntos viajaron por el mundo, devoraron miles de libros, cultivaron inusuales plantas en su invernadero y criaron toda clase de animales traídos de los cinco continentes. Para mí, poder visitarles era poder adentrarme en un mundo de ciencia, de cultura, un mundo sin los corsés que aprisionaban al Londres de la época. Supongo que por aquellas tardes leyendo, riendo, disfrutando de sus animales, en resumen viviendo con ellos, nació mi vocación de estudiar y no buscar un marido... Hasta que llegó Michael, el insistente y prometedor médico Michael. Sé que mi madre quería a mis tíos, pero también sé que no veía con buenos ojos su forma de vida y cómo influyeron en mí. Era una pareja fascinante, unidos por un afán de conocimiento casi enfermizo. Un periódico de la ciudad les dedicó un reportaje, que mi tío exhibía orgulloso enmarcado en su despacho, titulado «El matrimonio al que envidia la Royal Geographical Society».

Por eso no nos extrañó que se encerrara en esta casa tras la desaparición de mi tía en uno de sus viajes.

Ahora, años después, él también se había ido y yo era la heredera de sus sueños rotos.

—Vayamos dentro, señor Mallard, se está levantado bruma.

—¿No la acompaña su prometido, querida?

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