Escritoras: Paula Lizarza y Liliana Galvanny
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REBECCA
Con el vestido hecho jirones, corría con todas mis fuerzas por las desnudas calles de la periferia parisina. Lejos de mis pisadas quedaba el glamour del Moulin Rouge y los Campos Elíseos. Calles sucias, sin apenas rastros de luz, me acompañaban en mi huida a través de la noche cerrada. Descalza, notaba como mis pies heridos sangraban, pero no tenía tiempo de detenerme a comprobarlo. Jadeaba por el esfuerzo y por los nervios, que me atenazaban sin escrúpulos la boca del estómago. Me sentía al límite de mis fuerzas, pero no podía permitirme frenar mi marcha hasta llegar a la Cúpula. Una gran luna llena partía la oscuridad del firmamento y lanzaba un rayo de claridad a mi ruta. Corrí y corrí sin descanso, con los faldones del vestido recogidos en el regazo y el corsé apretándome el pecho hasta la extenuación.
Frené casi en seco cuando llegué a mi destino. Tenía la piel enrojecida y, sin darme un respiro, revolví entre los pliegues de la ropa hasta que saqué un pequeño artilugio en forma de reloj antiguo. Tres giros a la derecha y otros dos a la izquierda hicieron que saltase un resorte que abrió el mecanismo de golpe, dejando al descubierto las tripas del invento. Extraje una pequeña pieza y la inserté, con precisión milimétrica, en un diminuto orificio, casi invisible, que se hallaba en el centro de la puerta que tenía frente a mí. Al mismo tiempo, la reja que la protegía en algunas partes se abrió y dio paso a un túnel tan oscuro como las calles que había recorrido. Un túnel que se sumergía en las entrañas de la tierra hasta llegar al mismísimo corazón de la Cúpula.
A varios kilómetros de distancia, la apertura de la cámara había puesto en marcha, inmediatamente, un proceso que ya nada ni nadie podría detener.
MARC
Era invierno, pero no hacía tanto frío como cabría suponer. Los últimos rayos de sol quedaban en el olvido con la neblina de la ciudad color cobre, helada e inmunda, pero la luna llena que empezaba a asomarse en el firmamento le daba un aspecto más demacrado y oscuro. En el suelo se podían contemplar aún los charcos de la lluvia que horas atrás había dejado de caer. Los vahos grasientos ascendían hacia el cielo con fuerza, mezclándose así con la niebla que flotaba suspendida sobre la población y con el vapor de los trenes que circulaban a esas horas.
En la estación de tren, las salas de espera se encontraban desbordadas de viajeros mientras las locomotoras iban y venían, ondeando al viento su firma humeante. Atravesé la verja que franqueaba el paso al andén y me encaminé hacia la vía, esperando con impaciencia el tren metálico que me llevaría hasta ella. Entregué mi billete al revisor, quien lo agarró con su mano mecánica de color bronce pulido y, señalándome con su gran dedo con conexiones mioeléctricas, me mostró el monstruo que vomitaría, en pocos minutos, el humo negro de sus chimeneas.
—Muy bien, señor, ya puede subir al tren. ¿Necesita ayuda con su equipaje?
—No, gracias —dije, señalando el suelo vacío con mi mano enguantada de color negro.
—Le deseo un buen viaje, señor. —El revisor se hizo a un lado y me abrió una de las puertas del tren para subir, tratando de esquivar los restos de carbón que se encontraban adheridos a los escalones metálicos.
—Gracias.
Ya en el interior de la locomotora, avancé en la semipenumbra del vagón en busca de un asiento libre para descansar y seguir aspirando los nervios que me carcomían el alma. Me despojé de los guantes de cuero para dejarlos en el estante superior, junto a mi guardapolvo, pero no sin antes extraer de él un libro con un grabado en la cubierta que solo era visible con la luz de la luna llena.

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LA PORTADORA DE SECRETOS
FantasíaESCRITORAS: Paula Lizarza Pecoraro y Liliana Galvanny