Desde la noche del debate cara a cara no había podido quitársela de la cabeza. Habían coincidido en otras ocasiones, sí. Pero ese día, a pesar de la constante tensión durante la discusión, algo había cambiado en su manera de tratarse. Recordaba la dulzura con la que Arrimadas se había dirigido a ella a la salida.
—Madre mía, Irene, me has dejado agotada. ¿Qué te parece si nos tomamos una buena caña para relajarnos?
La sonrisa con la que le había hecho la pregunta era lo que más había desconcertado a Irene. Esa sonrisa medio tímida pero a la vez segura y seductora.
—Pues mira, a eso no voy a decirte que no, Inés. Me muero por una cerveza.
Había intentado disimular los inexplicables nervios que le producía la propuesta de la catalana, pero por primera vez en mucho tiempo se sentía irremediablemente expuesta. La mirada atenta y curiosa de Inés parecía radiografiar su mente, que en ese momento estaba muy confusa. ¿Pero qué le estaba pasando?
—Conozco un bar muy tranquilo cerca de mi casa, no está lejos de aquí.
—Sin que sirva de precedente, me fío completamente de ti—le contestó en tono de broma, poniendo su mejor sonrisa—Llévame a donde tú quieras.
Nada más terminar de pronunciar la frase Irene se puso roja, lo que hizo que Inés se mordiera el labio divertida. La madrileña se puso más roja aún, desviando la mirada hacia el suelo. Arrimadas, que parecía notar sus nervios, sacó rápidamente un tema de conversación casual, sobre el estrés que le estaba produciendo la campaña, y ambas echaron a andar hacia el bar. Fueron hablando de manera distendida y al llegar los nervios se habían desvanecido por completo. El bar, como le había prometido, era un lugar muy tranquilo, con luces tenues y cálidas y una zona con sillones y mesas bajas de madera. Se sentaron en una del fondo, donde los sillones hacían esquina.
—Dime qué te apetece tomar, que me acerco a la barra a pedirlo.
—Pueees... ¿habíamos dicho que unas cañas, no?
—Ya, pero por el camino se me ha ido antojando un gin tonic. ¿Te animas?
—Venga, pídeme otro a mí.
La más joven se quedó esperando mientras la otra pedía. Por algún motivo no podía dejar de mirarla. Ahí estaba, apoyada en la barra, con sus tacones, con esa chaqueta y esos pantalones que tanto la favorecían, colocándose el pelo detrás de la oreja. De repente Inés giró la cabeza y sus miradas se encontraron. Ambas sonrieron e Irene volvió a ponerse roja. Menos mal que en ese sitio había poca luz, pensó muerta de vergüenza.
El camarero le dio las copas a Inés y volvió a la mesa. Parecía muy contenta, observó Irene. Siguieron hablando de sus vidas profesionales durante un rato y poco después pasaron a otros temas más personales. Su día a día en sus respectivas ciudades, sus aficiones, el tipo de libros que solían leer en sus ratos libres... Irene también le habló de sus hijos, pero evitó hablar de Pablo. Lo cierto es que llevaban separados un par de meses y no le apetecía hablar de eso en ese momento. Inés no le preguntó por él ni tampoco mencionó a su marido, pero sí que le habló de su familia y de algunos amigos de Barcelona.
Entre tanto, el gin tonic había empezado a hacer su efecto. Irene se sentía completamente relajada, y ya hacía rato que la conversación se desenvolvía entre risas constantes. En un momento dado, hablando de situaciones incómodas recientes, Inés dijo:
—Bueno, pues lo que me pasó a mí la semana pasada sí que fue incómodo. ¿No te ha pasado nunca darte de bruces con una ex-pareja a la que habías dejado de hablar? Pues el otro día, tomando café con unos amigos cerca de aquí, apareció una chica con la que estuve hace años. Nos saludamos cordialmente, pero unos segundos después va y me monta un pollo delante de todos. Menuda vergüenza pasé.
ESTÁS LEYENDO
Esta ciudad tiene tu nombre
RomanceIrene Montero e Inés Arrimadas salen a tomar algo después del debate cara a cara y surge la atracción. Relato de varios capítulos entre Madrid y Barcelona.