La primera vez que la vi me quedé sorprendido. Rosa era una chica de cabello dorado y unos preciosos ojos verdes. La conocí en la boda de mi prima Blanca, una noche de verano. Ella iba con sus amigas y yo estaba con mi familia. Al ver que la miraba desde lejos, me sonrió. Aunque era un poco extraño. Parecía como si su dulce sonrisa no estuviera de acuerdo con sus ojos. Con el tiempo lo entendí.
Empezamos a hablar ese mismo día. Era muy simpática así que acabamos bailando juntos. Llegué muy tarde a casa y cuando me tumbé en la cama dejé ir un suspiro. Me enamoré de ella. A la mañana siguiente me desperté muy contento y de buen humor. Desayuné y le di un beso a mi madre antes de salir. Cogí la bicicleta y me dirigí a casa de Rosa. Compré una flor roja en la floristería y seguí mi camino. Al llegar a su puerta, me puse muy nervioso. Escondí la flor y cuando abrió la puerta se la di con mucha ilusión. Sus mejillas se sonrojaron y se acercó para darme un beso. Cerró la puerta y fuimos a dar un paseo por el parque de la ciudad. Unos meses después di el primer paso, le pedí que ella fuera mi pareja y ella aceptó al momento. Nos besamos y todo fue muy bien hasta que poco a poco su comportamiento cambió.
De repente, dejó de abrirme la puerta de su casa, no respondía a mis llamadas y dejó de hablarme. Tres semanas más tarde, pasé por delante de la iglésia y vi que se celebraba otra boda. Esta vez, ella era la novia. Se casó con otro hombre y no tuvo el valor para reconocer que me había engañado incluso antes de haberla conocido. Entonces comprendí que esa rosa en particular tenía más espinas que pétalos.