LA SANGRE Y LA
ESPERANZA
NICOMEDES GUZMÁN
Primera Parte
EL CORO DE LOS PERROS
La viruta
1
Bajo, de una estatura que traicionaban apenas unos cuantos edificios de
dos pisos, arrugado, polvoriento, el barrio era como un perro viejo
abandonado por el amo. Si las lluvias y las nieves de aquellos años
tuvieron para él azotes de inclemencia, el buen sol supo resarcirlo en su
desamparo con las profundas caricias de sus manos afectuosamente
calientes. Y hasta buscó, a la llegada de los crepúsculos, en los ojos
turnios y legañosos de sus ventanas, el reflejo de sus largas barbas,
antes de despedirse del mundo y de los hombres.
Era la vida. Era su rudeza. Y eran sus compensaciones.
Y nosotros, los chiquillos de aquella época, éramos el tiempo en eterno
juego, burlando esa vida que, de miserable, se hacía heroica.
Allá, la calle San Pablo. Acá, el depósito de tranvías y los grandes
talleres de la Compañía Eléctrica. Y entremedias, nuestro dolor
inconsciente, nuestros aros de hierro que conducíamos con un garfio de
duro alambre, nuestros carretones de torcidas ruedas en que hacíamos los
Ben-Hur, nuestros ficticios arrestos de Jorquera, Castillo o Plaza,
nuestros trompos desastillados o nuestros revólveres y caballos de palo
con que nos disputábamos el derecho a ser un Eddie Polo. Acaso las
calzadas y las aceras, con sus altos y bajos, con sus piedras sueltas y
sus pozas, se opusieron al libre curso de aquella nuestra vida de
animalillos libres. Pero no importaba. Eramos niños. Y no había
obstáculos para nosotros, pues los que hubiera salvábamoslos a costa de
empeños que, al cabo, nos resultaba una sucesión de esfuerzos.
Hoy pienso en lo que habría valido la vida para muchos de nosotros sí, de
mayores, hubiéramos confiado a los brazos del esfuerzo la realización de
nuestras aspiraciones. La vida nos zamarreó a todos. Cuál más. Cuál
menos. Pero, si en la infancia salimos triunfantes, el juego de los años
maduros se pudrió en la apatía y el desaliento. ¿Falta de fe? Yo meditaré
algún día sobre esto. Mas para ello es necesario, primero, una ablución
en el tibio recuerdo, en la clara añoranza y en la luminosa realidad de
aquellos años, en los que, si cabían miserias, rudezas y dolores, casi no
los sentíamos, porque ahí estaban los mayores para sufrir y luchar por
nosotros.
Era el tiempo, el recio tiempo del despertar de nuestros padres, del
despertar de nuestros hermanos. Rodaban en ensordecedor bullicio los