Los Relojes

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Lo primero que se llevaron fueron los muebles de la sala, (todo esto antes de que viéramos en santa teresa). Luego empezaron a registrar en los cuartos y lo que les gustaba más lo iban amontonando a la orilla de las puertas. Mamá andaba como loca.

De allá para acá y papa en la finca, lejos de la cuidad.

Yo le dije que si podíamos esconder algunas cosas en el altillo que daba a la calle y al que solo yo podía subir, pero Anita, entre lágrimas decía: -Muchacho más tonto, muchacho mas ocurrente...

Y ellos amontonaban las cosas en la orilla de la puerta. Cómodas, sillas y hasta los colchones.

Mamá no decía nada. Solo se restregaba las manos y se las volvía a restregar. Muy nerviosa, la pobre.

-Si al menos estuviera tu papá sería más fácil dejarles llevarse las cosas, porque el saber lo que sirve y lo que no.

Yo no decía nada. Entre las faldas de mi madre y las de Anita los veíamos contar en vos alta.

-Doscientos dólares el colchón, ochenta la mesilla, cincuenta la cortina rosada...

Y la casa se iba amontonando ante las puertas.

La casa se iba cayendo ante nuestros ojos. Se arrugaba entre números y objetos los pasos de mi madre y los de Anita, que detrás de mamá, se enjugaba con el delantal el sudor de la frente. Y entrar al cuarto mío. Mi madre hizo ademán de entrar pero se detuvo. Y yo vi cómo amontonaban el velocípedo, la cama, el tren eléctrico...

El tren: cuarenta, el mecano: veinticinco, los libros: nada, los libros no entran...

Y yo solo tenía ojos para mi madre y para Anita que era como la sombra de mar. Y los hombres seguían amontonando la casa dentro de la casa, en las esquinas se amontonaban todas las cosas que habíamos comprado. Yo estaba seguro que a mamá solo le dolía la falta de papá y a Anita la falta de todo lo que ella amaba y que sabía lo que había costado el irlo comprando.

-Lo sentimos, señora. Los embargos son así. Es muy duro pero: ¿Qué se va a hacer? Órdenes son órdenes...!

Y se guían como obsesionados en su labor. Volvían sobre lo que ya habían seleccionado y lo rechazaban ahora. Sustituyéndolo por cosas nuevas o de más valor. Nosotros estábamos, no voy a decir que resignados, pero sí más tranquilos. Anita fue hasta la refrigeradora y al abrirla se las recordó. Y dijeron:

-Mil, la refrigeradora, mil quinientos...

Anita no pudo aguantar más y se puso a llorar, con mucho nerviosismo, temblando toda. Mamá le dio un traguito de coñac y esto les hizo reparar en el barcito de caoba.

-mil setecientos este barcito de madera. No, dos mil, dijo el más gordo.

Mamá estaba pálida y yo me escabullí para ver cómo había quedado mi cuarto. Casi vacío. El colchón tirado en el suelo, cubierto apenas por las cobijas. Algunos juguetes regados por allí, bueno, las cosas que uno más quiere y nadie se atreve a llevarse en un embargo, ya sea porque lo sospechen o porque en realidad para las otras personas no tienen ningún valor.

Ellos iban valorando y extendiendo todo. Frenéticos y sudorosos en su labor.

-Anita, por favor, una limonada para los señores.

Anita la trajo y se la bebieron, atragantándose. Con el vaso apretado fuertemente, limpiándose con la otra mano el sudor de la frente.

Y cuando no quedó nada que no hubiera sido visto o tentado por los hombres empezaron a hacer una lista, inmensa, de todas las cosas y aun así faltaba para completar la suma que debíamos pagar. Y mamá volvió al cofre de las arras y los anillos y los aretes. Y todo eso también se fue en la lista. Menos las arras que Anita se echó en el delantal. Yo subí al cuarto de papá y me guardé los relojes en el bolsillo del overol.

Como a las cuatro de la tarde ya habían completado la suma y mamá les dio café con leche y unas galletas, y luego los acompaño a la puerta.

-Mañana venimos por todo, señora. Dispense la molestia...

Nadie sabía en casa qué hacer. Papá en la finca. Mamá encerrada llorando y llorando. Anita en su cuartillo rezando y yo con los relojes en el bolsillo de mi overol. Para decirle a mamá la hora de la comida:

-No ve mamá, los relojes. Lo único que no nos pudieron quitar fueron los viejos tiempos.

Los de usted y papá, los de nosotros tres. Y hasta el de Anita.

Eso decía yo enseñando el reloj redondo de papá, el de pulserita negra de mamá, el mío de Mickey mouse y el de Anita, que había sido antes de mamá, y al que papá le había mandado agravar, alrededor de la carátula... : "Quisiera tan solo marcar horas felices", y que nosotros se lo regalamos a ella cuando cumplió sesenta años... Una antigüedad, que decíamos...

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⏰ Última actualización: Oct 02, 2014 ⏰

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