Rojo

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Año 2030.

El sistema de refrigeración de los ordenadores falló. Los altavoces petardearon al reproducir el sonido de una sirena. Las luces encapsuladas del techo se pusieron a dar vueltas y, con los giros, crearon un baile de tonos rojos sobre las paredes.

Algunos filtros de los conductos de ventilación estaban sucios y el aire dentro de la planta dormitorio olía a rancio. La humedad se condensaba debajo de las rejillas y los surcos de las gotas de agua recorrían la pared deslizándose hacia el suelo.

—Vamos... otra vez no —la voz sonó ronca y entrecortada.

Después de hablar, se tapó los ojos con el antebrazo y se incorporó sobre la parte inferior de la litera. Metió la mano debajo del colchón y cogió un paquete de tabaco negro.

—Otro día más en el infierno —susurró, antes de encenderse un cigarro.

Dio un par de caladas y se levantó echando el humo. Caminó hacia el panel de control y cuando llegó a él, golpeó el marcador de combustible, pulsó un botón amarillo, bajó una palanca y los altavoces se apagaron. Las luces, en cambio, no se detuvieron de inmediato.

Quiso voltearse, pero un bostezo se lo impidió.

—Chaschenko, ¿por qué demonios siempre tengo que venir yo a desconectar la alarma? —preguntó mientras se giraba.

Su compañero rio antes de contestarle.

—Porque eres un maldito capitalista —dijo, bromeando—. Te quejas mucho —añadió, poniéndose serio—. Duermes más cerca del panel de control y te despiertas más rápido que yo. Regálame tu zona de la habitación y, cuando salte, yo la apagaré.

—Ni hablar, pactamos que este trozo era mío —espetó, entrecerrando los ojos.

—Pues entonces. —Se calló y se acercó sin prisas—. No te quejes tanto, Frank... y dame un cigarro.

—Gorrón. —Tras unos segundos, le dio un pitillo y le pasó una caja de cerillas.

El ruso encendió el fósforo y esnifó el humo invisible de la combustión química.

—¡Maldito enfermo, tienes extrañas adicciones! —exclamó el norteamericano sin poder evitar poner cara de asco.

—¿Qué le voy a hacer? —Lo miró a los ojos y prendió el cigarro—. Ahogo mis penas. Mi corazón sufre por el destino de la madre patria. —Movió la mano rápidamente para apagar la cerilla.

—No sé por qué me quejo. El otro día me puse a oler el bote de espuma de afeitar. ¡Estamos fatal!

—Sí, tovarich. Es la carga que nos ha tocado llevar.

—Vaya mierda. —Cerró los párpados y suspiró—. En fin, tú lo has dicho, ¿qué le vamos a hacer? —Abrió los ojos.

—Vivir el resto de nuestros días sin volvernos locos. Sin matarnos arrancándonos las yugulares a bocados. —Castañeó los dientes.

—Joder, lo desquiciados que sois los rojos. —Puso la palma en la cara y meneó ligeramente la cabeza.

Chaschenko sonrió, dejando al descubierto una dentadura repleta de piezas metálicas.

—Vamos, capitalista. Disfruta de otro día en este infierno.

—Que te den. —Cerró el puño y elevó el dedo corazón—. No te mato porque antes que estar solo prefiero tener a un perro de compañía.

RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora