Feliz día, mamá

Cuando ves a tu padre dormirse viendo una peli en el sofá te despierta una ternura especial. Yo siempre me acuerdo de la primera vez que vi a mi padre vulnerable y que no era del todo invencible. Esas cosas no se olvidan. 

Yo tenía seis años y me pilló una bicicleta que entonces me pareció enorme. Me hizo una brecha en la frente que me cubrió la cara de sangre y un agujero en la pierna que me costó veinte puntos y una cicatriz que me acompañaría siempre. Cuando mi padre me vio, me cogió en brazos y como el hospital estaba cerca de casa me llevo corriendo. Se me quedó grabada la cara de horror que ponía la gente que nos encontramos en ese camino al hospital cuando veían a un padre corriendo con su niña y bastante sangre. Llegamos enseguida porque la adrenalina te hace correr rápido pero cuando la enfermera me tumbó en la camilla y me cortó el pantalón para curarme, se me veía el hueso de la pierna y mi padre se desmayó.

Cuando le reanimaron estaba blanco y salió de la habitación lo más dignamente que pudo y antes de marcharse dijo: voy a traer a un familiar que no se desmaye, porque mi padre siempre sabe que decir, sea cual sea la circunstancia para que sientas que todo está bien.
Por eso admiro tanto a mi padre.

Para cuando pudo llegar mi madre ya me habían suturado la herida y todo tenía mejor pinta. Entró a la habitación con esa sonrisa que solo tienen las mujeres fuertes y me cogió la mano. Yo también sonreí con la cara empapada en lágrimas pero aliviada de que hubiera pasado todo y pensando en un cola-cao calentito como recompensa.

Los médicos les dijeron a mis padres que todo había salido bien y que me lo había tomado bastante bien porque no parado de contarles chistes durante la sutura. Dijeron que nunca les había pasado eso. Entonces mi madre les explicó que era normal, que cuando estaba asustada por algo, contaba chistes para ahuyentar el miedo. 

Y por eso admiro tanto a mi madre, porque me conocía mucho antes que yo.