Capítulo 6: "La lucha de Jacob"

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No puedo resumir en pocas palabras lo que el extraño músico Pistorius me enseñó sobre Abraxas. Lo más importante que aprendí de él fue a dar un nuevo paso en el camino hacia mí mismo. Yo era entonces, con mis dieciocho años, un chico poco corriente, precoz en unos sectores y muy retrasado y desorientado en otros. Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías y la vida de mis compañeros, y me hacía reproches y cábalas como si estuviera irremediablemente separado de ellos y se me negara la vida.

Pistorius, que era un extravagante declarado, me enseñó a tener valor y respeto de mí mismo. Él me dio ejemplo encontrando siempre algo valioso en mis palabras, sueños, fantasías y pensamientos, que tomaba siempre en serio y discutía con interés.

-Me ha dicho usted que le gusta la música porque no es moral. De acuerdo. ¡Entonces, no tiene usted que empeñarse en ser moralista! No debe compararse con los demás; y si la naturaleza le ha creado como murciélago, no pretenda ser un avestruz. A veces se considera raro, se acusa de andar por otros caminos que la mayoría. Eso tiene que olvidarlo. Mire al fuego, observe las nubes; y cuando surjan los presagios y comiencen a hablar las voces de su alma, entréguese usted a ellas sin preguntarse primero si le parece bien o le gusta al señor profesor, al señor padre o a no sé qué buen Dios. Así uno se estropea, desciende a la acera y se convierte en fósil. Querido Sinclair, nuestro dios se llama Abraxas, y es dios y diablo; abarca el mundo oscuro y el claro. Abraxas no tiene nada que objetar a ninguno de sus pensamientos, a ninguno de sus sueños. No lo olvide. Le abandonará el día en que sea normal e intachable.

Le olvidará y se buscará una nueva olla donde cocer sus ideas. El extraño sueño de amor era el más fiel de entre todos mis sueños. ¡Cuántas veces se repitió! Soñaba que entraba en nuestra vieja casa por el portal, bajo el escudo, y que quería abrazar a mi madre; y que en su lugar encontraba entre mis brazos a una mujer grande, medio hombre, medio madre, que me inspiraba miedo pero hacia la que me sentía ardientemente atraído. Me sentía incapaz de contar este sueño a un amigo. Me lo guardaba, aunque le hubiera revelado todo lo demás. Era mi rincón, mi secreto, mi refugio.

Cuando estaba deprimido, rogaba a Pistorius que me tocara el pasacalle del viejo Buxtehude. Entonces me sentaba en la iglesia oscura, al anochecer, absorto en aquella extraña y ferviente música que se perdía en sí misma y se escuchaba a sí misma, que me hacía bien y me disponía aún más a dar la razón a las voces del alma.

A veces nos quedábamos un rato en la iglesia cuando la música del órgano había callado, contemplando cómo la tenue luz entraba y se perdía por las altas ventanas ojivales.

-Parece absurdo -dijo Pistorius- que yo haya sido estudiante de teología y hasta haya estado a punto de hacerme cura. Pero el error que cometí sólo fue de forma. Mi vocación y mi meta es ser sacerdote. Unicamente me contenté demasiado pronto y me puse a disposición de Jehová antes de haber conocido a Abraxas. ¡Ah, cada religión tiene su belleza! La religión es alma pura, y da lo mismo que uno comulgue como los cristianos o que peregrine a la Meca.

-Entonces -opiné yo- podía usted haber sido sacerdote.

-No, Sinclair, no. Hubiera tenido que mentir. Nuestra religión se practica hoy como si no lo fuera. Simula que es obra de la razón. En último caso hubiera podido ser sacerdote católico; pero protestante, ¡nunca! Los pocos creyentes verdaderos -conozco algunos- se atienen generalmente a la letra; a ellos no les podría decir, por ejemplo, que Cristo para mí no es un hombre, sino un héroe, un mito, una gigantesca sombra en la que la humanidad se ve proyectada a sí misma contra muro de la eternidad. Y a los demás, a los que van a la iglesia a oír palabras sensatas, para cumplir un deber, para no perderse algo y por otras razones parecidas, a ésos, ¿qué les podría haber dicho? ¿Convertirlos? ¿Usted cree? Pero a mi eso no me interesa. El sacerdote no quiere convertir a nadie; quiere únicamente vivir entre creyentes, entre sus iguales, y quiere ser portador y expresión del sentimiento que forja a nuestros dioses.

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