Cuando eramos pocos.

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Recuerdo el rosedal de mi abuela, tan verde, con ese olor tan particular a naturaleza,que era de lo poco  que quedaba antes de que asfaltaran la calle de enfrente y sacaran todos los árboles. Aunque era una planta que resistía, no recuerdo cuando la plantaron, quizá tenía tan poca edad para recordar un momento tan insignificante como ese, aunque sí recuerdo cuando planté mi primer árbol, a los ocho años, junto a mi padre, con las semillas que le robaba al árbol de una vecina sin que se diera cuenta y arrojándolas a un agujero enfrente de esa casa, esperando que algún día creciera y fuera tan grande como yo. Lástima que lo arrancaron a mis 19, para colocar los cables de Internet que obstruían la señal. ¿Dónde estaba? ah, sí, en el rosedal. Es que a veces me pierdo, los autos me distraen. Las bocinas, los escapes, el metal, y siempre hay algún accidente, como ahora, las sirenas, la gente gritando, llorando. Todo en una facción de segundo. Espero que no haya ningún muerto. Continúo. Cuando tenía 12... o quizás trece vi una foto desde mi computadora, que una mujer había publicado, en la que se veía su libro favorito, uno de un escritor brasilero que jamás me terminó de convencer, y estaba marcado con una rosa, aplastada, vieja, pero hermosa. Caí en las redes del mundo romántico y cursi, y un día, a la hora de la siesta, cuando mis abuelos dormían, corté la flor más hermosa y la guardé en un libro viejísimo que se llamaba el valle de las muñecas. No lo entendía, pero estaba feliz con mi rosa aplastada, fingía que alguien me la había regalado, como le pasó a aquella mujer, y cada vez que podía me escondía y sentía su aroma, y siempre pensaba en alguien distinto, algún personaje de algún libro, alguien de la tele, y posteriormente alguien del mundo del heavy metal, claro, en el brevísimo momento de mi vida en que decidí que debía vestirme de negro y aturdirme con esa... particular música. Hoy prefiero una pieza de jazz, pero no es lo que importa. El libro lo leí años después y lo entendí, aunque desde un punto lejano, no era ninguna de esas mujeres. Ni de esos hombres. Pero me agradaba la idea de que hubiera gente que tuviera miseria en una vida tan... simple, o cotidiana, si se le puede llamar así. Quizá si lo volviera a leer tendría un punto de vista diferente, aunque lo perdí en una donación a una biblioteca cercana a mi vieja casa. La biblioteca fue quemada, jamás volví a ver otro ejemplar de aquél libro. Y eso que los colecciono. Fue una lástima. Después de caminar cinco, diez, o quince cuadras encuentro mi auto, hoy no encontré lugar cercano en donde dejarlo, llovía a las 7:30 a.m. y me quedé contemplando el único árbol que hay en mi pequeño patio, un limonero, tal como el que tenía mi abuela, junto a la huerta, que desapareció cuando mi abuelo falleció. Mi auto es pequeño, me gustaría no usarlo, pero no puedo, necesito tiempo, es lo único que no se puede comprar en estos días. Ni siquiera con esas pastillas que circulan hace un par de años, con las que dormís dos o tres horas y descansás como si hubieras dormido ocho. A mi no me funcionan, quizá por los ansiolíticos, aún no puedo pagar los que realmente me quitan la ansiedad. Para llegar hasta mi casa tengo aproximadamente dos horas, a veces tres, depende del tráfico, de la gente caminando, de las marchas, de las peregrinaciones, de los puestos, y de quién sabe que otra cosa con la que me encuentre en el camino. Siempre paro y le dejo algo de plata a los ciegos, a los sordos, o a los niños que piden en las esquinas de los semáforos (que no andan porque no da la energía en esta parte de la ciudad, pero que custodian algunos policías, organizándonos el cruce). Quizás, cuando éramos pocos me habría costado media hora en bicicleta. Ya no puedo usarla, el humo me hace toser, y la tos me agita, me falta el aire y me desmayo a veces, fue el único motivo por el que accedí a comprar este auto. Hoy tengo que esperar aún más, hay más accidentes que de costumbre. La gente no mira al cruzar la calle, no tiene tiempo, son tantos por cada vereda que a veces pasan a la velocidad de la luz, y cuando no es tan rápido... una tragedia. Yo siempre elegí las calles con menos tráfico, pero a veces nos arrojan piedras, pensando que somos alguien más, o de maldad, nunca se sabe, nunca se los ve, la multitud los esconde. Cuando era joven si sucedía eso el criminal, que seguro tenía 5 años no tenía más que esconderse que algunos árboles, y todo el barrio se enteraba. Cada cuadra tenía cinco casas y algún vecino siempre veía, el pobre chico no podría salir a jugar en un año y los padres pagaban los arreglos en cuotas, porque más no se podía. Ahora árboles casi ni se ven, y por cuadra deben haber 10 casas, y si levantas la vista se pueden añadir de 10 a 50 más. Recuerdo que mi casa tenía tres habitaciones y una cocina comedor gigante, pero lo mejor era el patio, podíamos jugar un partido de fútbol allí. Cuando la vendieron se hicieron tantos departamentos que ya ni me acuerdo. Mi nueva casa es pequeña, pero me encanta. No necesito mucho, aunque no puedo plantar muchas flores, no resisten el clima, como ayer, que hizo demasiado frío, y hoy que tuve que quitar frazadas y abanicarme. Espero que esta noche no vuelva el frío, porque cuando el sol se oculta lo grados caen a la par, como en el desierto. Es lo que más detesto del paso del tiempo, las arrugas no me molestan, ni las canas. Al fin mi casa. Siempre que llego me gusta sentarme en el sillón frente a la radio, la que a veces prendo y escucho, si agarro señal, algún que otro programa, aunque los radioteatros que tanto me gustaban ya ni existen, sino me gusta quedarme allí y contemplar los cuadros que pinté cuando era joven, tengo tres, aunque el que más me gusta es aquella rosa, ya decolorada y aplastada, ahora entre dos cristales que la conservan.0, que le robé a mi abuela hace ya tantos años. Incluso hay días que siento su olor.

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⏰ Last updated: May 19, 2019 ⏰

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