Veo una puerta. No vas a llegar, escucho. No vas a poder, me dice. Y me dejo convencer. Dejo que me haga daño. Estoy en una lucha constante y la mayoría de las veces quiero rendirme, pero por alguna razón no lo hago. No te rindas, escucho. Quizás lo logres, me dice. Y a veces me lo creo, pero vuelvo a caer. Me hundo y no hay forma de salir a la superficie. Busco formas de distraerme, pero siempre algo sale mal y lo abandono.
Estoy cerca de la puerta, mi mano roza el picaporte; algo me empuja, me aleja.
Todo se vuelve demasiado abrumador y no logro ver a mi alrededor. Ellos no saben que dentro mío hay una tormenta, entonces me siguen pidiendo que saque la voz. Dale, sacá la voz, me dicen; pero es más fácil decirlo que hacerlo. Solo quiero que se pongan en mi lugar, pero cuando lo pido se enojan. No quiero que me reprochen, quiero que me consuelen. Tranquila, todo va a estar bien, quiero escuchar. Vos podés, quiero que me digan. Pero sé que no lo van a hacer.
Entonces, cierro los ojos. Respiro profundo y comienzo a caminar. Esquivo todo lo que me quiere detener. Logro agarrar el picaporte. Abro la puerta.
