Prólogo

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El sol se elevaba brillante sobre las cúpulas del Templo. Ese día amaneció tranquilo, la brisa mecía con suavidad las copas de los árboles del patio principal, pero él no tuvo tiempo para apreciarlo, ya que llegaba con retraso a sus clases. Se apresuró por llegar mientras corría por los pasillos del Templo, en el que estudiaba junto a sus compañeros.
Tocó la puerta de su aula y, tras escuchar la voz de su maestro al otro lado de la puerta invitándolo a entrar, se dirigió rápidamente a su mesa, disculpándose por su falta. Su maestro le dirigió una mirada reprobatoria y se dirigió hacia su pupitre.
—Arlet, es su tercera falta en esta semana —golpeó la mesa con la palma de la mano, furioso—. Se que es usted un alumno brillante, pero este comportamiento es inaceptable. Ya me he hartado de sus repetidas excusas, más le vale comenzar a comportarse tal y como se espera de los miembros de esta institución o no tendré más remedio que expulsarlo.
—Lo lamento, maestro Radel, le prometo que no volverá a ocurrir —murmuró el joven, cabizbajo.
—De acuerdo. Entonces, ¿le podría explicar al resto de la clase la materia que estudiamos el día anterior? —le retó el profesor tendiéndole la tiza.
El joven se levantó de su asiento, lamentándose por no haber repasado los apuntes que tomó. Trató de recordar lo que habían dado la clase anterior, pero su mente se encontraba en blanco. Una fina capa de sudor frío se formó sobre su piel y comenzó a temblar. Al principio pensó que sería a causa de los nervios, pero estaba equivocado. De pronto, todo a su alrededor se volvió negro y sintió el mundo derrumbarse bajo sus pies. Gritó, pero no tenía voz con la que hacerlo. Trató de correr, pero ya no sentía sus piernas. El pánico lo paralizó pues su corazón se había detenido al igual que su respiración.
Todos los presentes observaron al chico, al que ahora le brillaban los ojos de un blanco tan intenso que si te quedabas mirándolos fijamente quemaba. Se asustaron aún más cuando Arlet comenzó a hablar en un tono de voz que no era el suyo.
—Cuando los Marcados cumplan dieciséis años, los soles caerán y el mal se alzará —recitó con aquella voz grave.
Tras hablar, sus ojos dejaron de brillar y calló al suelo, inconsciente. En el salón reinó el desconcierto y la confusión. El profesor se acercó temeroso al chico y le tomó el pulso, comprobando que aún se encontraba vivo, aunque su corazón latía anormalmente lento. Ordenó a dos de sus alumnos que lo ayudaran a llevarlo a la enfermería del Templo.
Entre los tres lo transportaron por los pasillos del edificio lo más rápido que pudieron, cargado en los hombros del profesor, mientras los dos estudiantes procuraban que su compañero no cayera al suelo por las prisas. Llegaron a la puerta que daba a la habitación donde trataban a los enfermos y la abrieron de golpe, sin molestarse siquiera en llamar a la puerta y preguntar si se podía pasar.
Encontraron a la doctora encargada sentada en su mesa revisando unos papeles, pero cuando los vio entrar se levantó apresuradamente para ayudar a llevar al joven a una de las camillas.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó preocupada.
—No lo sabemos... —susurró entrecortadamente uno de los estudiantes, que casualmente también era pupilo de la doctora—. Le empezaron a brillar los ojos, y dijo algo de los soles. Cuando se ha desmayado lo hemos traído lo más rápido que hemos podido.
—¿Sabe que le ocurre? —preguntó esta vez el maestro.
La doctora lo observó, preocupada.
—Jamás había visto nada parecido —sentenció.

La oscuridad lo rodeaba, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, únicamente sabía que ya no se encontraba en el templo, dudaba de que siquiera continuara estando en su cuerpo

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La oscuridad lo rodeaba, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, únicamente sabía que ya no se encontraba en el templo, dudaba de que siquiera continuara estando en su cuerpo. El silencio era sepulcral, ya no sentía nada más que su conciencia vagando sin rumbo por aquel extraño lugar. Y de pronto los percibió, sintió su fuerza y su poder, el de aquellos a los que le habían enseñado a adorar desde pequeño. Eran cuatro presencias incorpóreas, como la suya propia pero mucho más brillantes y poderosas, eran fascinantes de una forma diferente e indescriptible. La luz lo embargó, colmando todo aquello que veía, sintió su poder y su sabiduría, y entonces lo supo, supo todo aquello que jamás había logrado comprender, supo las respuestas a dudas que ni siquiera se había planteado, supo todo aquello, aquello que jamás nadie había llegado a comprender. El conocimiento lo envolvía, el poder y la fuerza de aquellos seres lo habían convertido en algo más, lo habían transformado.
Y entonces, despertó.
Poco a poco volvió a sentir su cuerpo, su respiración, su corazón... Pero todo estaba negro, de nuevo. Se llevó las manos a los ojos, y tras comprobar que los tenía abiertos, el temor se instaló en su cuerpo, aunque se calmó ligeramente después de comprender lo que había sucedido. Escucho una voz femenina junto a él, hablaba con un hombre, su maestro. Se fijó en su voz, grave y áspera; antes la había considerado sabia, pero ahora la encontraba repleta de ignorancia.
—Está despertando —comentó la voz de uno de sus compañeros.
Escuchó los pasos que se acercaban hacia él y sintió los fríos dedos de una mano posados sobre sus parpados, probablemente estaban examinando sus ojos, los cuales ya no podía sentir.
La voz femenina volvió a hablar, pertenecería probablemente a la misma persona que lo estaba examinando.
—Sus ojos están... están... —su voz desprendía consternación.
—Quemados —completó su maestro.
—Es porque el cuerpo humano no está capacitado para soportarlo —susurró, sobresaltando a todos los presentes.
Los cuatro miraron al joven tumbado en la camilla sin comprender.
—¿Para soportar el qué? ¿Qué es lo que te ha pasado? —preguntó la doctora.
—La presencia de los Dioses. Ellos han hablado a través de mí —contestó calmado, como si aquella afirmación fuese lo más obvio del mundo.

La profecía de los Marcados [PRÓXIMAMENTE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora