A la deriva

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Capítulo 1
A la deriva

Era esa hora en la que se desprende el filo velo que divide la noche del día, cuando los primeros rayos del sol acarician el horizonte y la luna se niega a esconderse. Las plácidas aguas del Mar Caribe parecían una bandeja lustrosa, los botes pesqueros surcándolas serenos. Cada mañana los pescadores al culminar su faena, recogían sus redes, muchos celebrando abundante pesca, mientras otros intentaban varias veces buscando tener mejor suerte.

 Cada mañana los pescadores al culminar su faena, recogían sus redes, muchos celebrando abundante pesca, mientras otros intentaban varias veces buscando tener mejor suerte

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Sonriente, el joven Cindirilo navegaba a puerto de regreso. El aleteo del dorado, el chillo, el mero y el capitán en su bote era música para sus oídos. La pesca había sido muy buena. Hasta se habían colado atrapados en las redes varias langostas y camarones listos para ser limpiados, pesados y vendidos junto con lo demás. Satisfecho pensó que esta semana le sobraría algo de dinero para el, tras al final del día entregarle las ganancias de su trabajo a su madrastra.

Para José Cindirilo la vida era dura. Luego de que su padre Don Miguel Cindirilo, el dueño de la villa pesquera del pueblo falleciera, el pobre tenía que trabajar para sobrevivir. Apenas a sus dieciséis años se vio forzado a abandonar la escuela para mantener a su malvada madrastra Doña Carmiña y a sus dos holgazanas hijas María Lourdes y Ana Clementina. Antes de despuntar el alba cada mañana, el jovencito salía a pescar, tanto para mantener activa la pescadería y el buen nombre de su padre como para asegurar un techo sobre su cabeza y un plato de comida sobre la mesa. Aquella casa en la que se crió ya no era suya y muy lejos de ser un hogar, se había convertido en un infierno para él, colocándole como un intruso y un esclavo para la horrenda mujer y sus hermanastras.

Allende el claroscuro del horizonte, la dorada esfera asomaba. La claridad fue la que hizo que José se percatara de una débil luz que parpadeaba a la distancia. La intermitente señal de auxilio alertó que había alguien en problemas en mar abierto y los pescadores, como los soldados, tenían su código de honor: no dejar un hombre atrás en el mar. Con premura, Cindirilo encendió el motor de su modesta lancha y se dirigió al rescate.

Tras haber navegado por unos 15 minutos, José arribó al bote que emitía la señal. Sorprendido, pudo ver que no era un bote ordinario, sino un enorme y lujoso yate. La apariencia de la embarcación le hizo mantener distancia. Era bien sabido que estos yates eran usados para el tráfico de drogas y lo menos que deseaba era verse envuelto en problema de tal magnitud.

Navegó en Círculo varias veces alrededor de la nave sin poder escuchar el ruido de motores encendidos. Las luces de emergencia era todo lo que al parecer funcionaba. No tenía dudas, la embarcación estaba muerta.

—¡Eh! ¡Aquí! ¡Ayuda!— gritó un hombre a bordo mientras agitaba una linterna encendida alto en su mano.

—¿Qué sucede?— Cindirilo inquirió mientras acercaba su lancha al yate para amarrarla. Con recelo procedió a subir al lujoso bote llevando consigo una linterna y el radio de transmisión.

—Creo que ha fallado la corriente. Todo está apagado y nada funciona desde los motores hasta la computadora. Aquí mi celular no tiene señal. Estoy a la deriva— el caballero extendió su mano para ayudar a José a subir.

Creyendo la historia del hombre y viendo su nítida apariencia, Cindirilo trepó al yate

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Creyendo la historia del hombre y viendo su nítida apariencia, Cindirilo trepó al yate. —¿Donde está el cuarto de máquinas?

—Por aquí. Sígueme—, el caballero le guió hasta un clóset en el cuarto de navegación.

—¿Me permite?

—Claro.

Cindirilo jugó con los cables y cerró el compartimento para luego abrir la caja de controles y fusibles donde apretó tres botones rojos. De inmediato se hizo la luz en el barco. El zumbido del generador encendido le sacó una sonrisa. —En ocasiones es solo cuestión de reemplazar un fusible o ajustar un cable. Como ve, hay repuestos aquí.

—Increíble. Está arreglado— perplejo, el hombre miró una vez más los cables y las luces parpadeantes en el panel funcionando a la perfección—, ¿pero cómo es que sabes todo esto?

—Mi padre, cuando estaba vivo, tenía un yate parecido, claro que más pequeño y no tan elegante, pero trabajaba más o menos como este, dependiendo totalmente de una computadora y de un generador eléctrico.

—Oh, lamento mucho tu pérdida... tu madre debe estar muy orgullosa de ti. Eres un chico brillante—, de manera paternal el dueño del yate le dio unas palmadas en el hombro a José.

—Sé que lo está, allá arriba en el cielo— su voz quebró un poco.

—No sabía. Disculpa mi imprudencia. Perder a ambos padres tan joven debe ser muy duro... Permíteme presentarme. Mi nombre es Armando Gighliotti. Si eres del pueblo me tienes que haber visto. Soy el dueño del hotel Villa Del Mar.

—¡Claro! ¡Un placer don Armando! Yo soy José Cindirilo y corro la pequeña pescadería del pueblo— un entusiasmado muchacho estrechó la mano a Armando.

—Eres un joven admirable. Dime, ¿cuántos años tienes?

—Dieciocho don Armando.

—Impresionante. Tenlo por seguro que tus padres estarían muy orgullosos de ti. Yo lo estaría.

—Gracias— un sonrojado Cindirilo respondió—, ahora me disculpo. Me tengo que ir. El bote lo traigo lleno de peces y temo se me echen a perder si no los pongo en hielo pronto.

—Oh, sí. Claro, entiendo. Pero no te vayas sin que antes pague de alguna manera el inmenso favor que me has hecho. Me has salvado—, Don Armando sacó de su bolsillo un fajo de dinero y sin contarlo se lo ofreció al jovencito.

—Me ofende. Nosotros los pescadores tenemos nuestro código de ética. Esto no es más que mi deber—. José rechazó el dinero.

—Hombres como tú hay pocos José Cindirilo. Considérame de ahora en adelante como tú amigo. Tienes mis respetos y mi admiración— ambos estrecharon las manos sonrientes.

Luego de despedirse, José se montó nuevamente en su lancha y encendió el motor. De camino al muelle sentía el pecho inflado de la emoción y gran satisfacción que había dejado aquel fortuito encuentro. Había hecho amistad con el hombre más rico del pueblo. Dejó escapar un suspiro mientras atracaba su bote. —Ahora a limpiar pescado. Tengo que vender mucho si quiero un yate— soltando una carcajada río ante tal ocurrencia.


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El pescador y la princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora