[prólogo] noches en vela

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31 de diciembre, 11:59 PM.

El año nuevo recibe a Hiro con un portazo a la cara y el inconfundible estruendo de sus cosas siendo aventadas sin cuidado alguno a sus pies.

  Es algo divertido, en serio, piensa el joven prodigio mientras observa a su prometida (o ex-prometida, en este caso. La pelea sigue demasiado fresca en su mente como para intentar concentrarse en tecnicismos en este momento) patear la caja de cartón que contiene sus, francamente pocas, pertenencias con la furia y decisión de quien intenta quitarse caca de la suela del zapato.

  (Hiro está seguro de que, años en el futuro, podrá reflexionar acerca de este momento y llegar a la conclusión que si el número de pertenencias suyas que se encontraban en la casa de su prometida podía ser fácilmente apilado en una caja de cartón cualquiera y hasta dejar espacio para guardar más cosas, eso en sí debería haber sido señal suficiente de que había algo tremendamente mal con su relación en primer lugar.

  Resulta que después de la batalla todos son generales, huh. ¿Quién lo diría? ¡Un hurra por la percepción tardía!)

  A sus pies, Megan sigue pateando la caja como si en eso se le fuera la vida. Hiro observa la punta de su tacón pegar contra un reloj de vidrio que estalla con el contacto, la arena de su interior saliendo desbordada por los fragmentos rotos y colándose entre las pocas libretas con planos y gráficas que sirven como soporte de sus otras chucherías, e intenta ahogar un sollozo y transformarlo en algo menos vergonzoso — ¿una risa, quizá? 

  Intentando ahogar el sonido de vidrios crujiendo y maldiciones sin sentido dichas a todo pulmón, Hiro intenta sopesar sus opciones. ¿Qué daría menos pena, llorar o reír mientras tu novia de siete años patea una caja que contiene pedazos de los últimos veinte años de tu vida y te demanda a gritos que no vuelvas a contactarla jamás, aunque fue ella quien decidió mandar la relación a la mierda en primer lugar e involucrarse con el nuevo asistente de laboratorio, quedando embarazada en el proceso, embarazo del cual sólo te enteraste porque el robot médico de tu difunto hermano creyó oportuno el impedir que la chica en cuestión tomara vino, informándole de sus siete semanas de embarazo e interrumpiendo su cena de aniversario de una pasada?

  El nipón reprime otro sollozo, agradeciendo que por lo menos logró rescatar a Baymax y su estación de carga antes de que Megan empezara a soltar golpes y maldiciones como desgraciada. Dios prohíba que le pase cualquier cosa al legado de Tadashi — comparado a eso, un montón de planos hechizos y uno que otro reloj de arena no son tan importantes.

  Otro sollozo, éste menos enmascarado y más audible. Sí, divertidísimo de seguro. Para alguien muy, muy lejos de aquí.

—¿Puedes dejar de patear mis cosas, por favor?—pregunta Hiro, cansado física y emocionalmente después de cerca de tres horas de estar peleando sin sentido. Para este punto de la noche las palabras salen sobrando, lo que se tenía que decir se dijo y lo que no, también. Salieron verdades a relucir y se desenmascararon mentiras, se aventaron jarrones de un lado a otro de la sala y se guardaron cerca de veinte objetos distintos, todos pertenecientes al único y original genio inventor Hiro Hamada, en la caja del nuevo microondas que había sido un regalo de Navidad para la (in)feliz pareja por parte del padre de Megan meros días antes.

  La chica deja escapar otro grito, pateando aún con más fuerza la caja de cartón, que para este punto está más doblada que la mierda y parece que se va a deshacer en cualquier segundo. Hiro cierra los ojos, se lleva una mano a las sienes y suspira.

—En serio, ¿no puedes dejar de hacer eso?—toma una gran bocanada de aire, lo expulsa por la nariz. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces, y una extra porque sí. Tal como le enseñó el psicólogo, años atrás. Hiro traga saliva y se obliga a ver al amor de su vida y causante de sus desgracias a los ojos, que han dejado de ser el marrón más alucinante de todos para convertirse en poco más que tierra mojada (por lágrimas o por sudor de alguien más, mezclado con indiferencia, Hiro no tiene idea)—. Dios mío, Megan, ¿puedes dejar de berrear como desquiciada y calmarte un puto segundo para que podamos resolver esto como los adultos que se supone debemos de ser? 

—¡Me acabo de enterar de que estoy embarazada, maldita sea!—la chica solloza, líneas de agua salada resbalando por sus mejillas y mojando su linda blusa amarilla—¡¿Cómo mierda esperes que me calme y actúe con la madurez del adulto que indudablemente no soy cuando me acabo de enterar que estoy embarazada?!

—¡¡De la misma manera que pudiste actuar lo suficientemente madura como para acostarte con un laboratorista demasiado mayor para ti hace mes y medio, mujer loca!!—Hiro traga saliva, dándose por vencido en intentar retener las lágrimas que salen libremente de sus ojos—. ¡No eres la puta víctima aquí, Cruz!

—¡¿Y debo creer que lo eres tú, Hamada?!—finalmente pareciendo darse por vencido, la morocha para su abuso contra la caja de cartón, la cual, como era de esperar, se desmorona tan pronto la única fuerza que la mantenía unida se aleja, sus contenidos esparciéndose sobre la acera en una mezcla dorada de arena y papel—. ¡Vete a la mierda!

  Decidiendo que ese es su momento para alejarse finalmente y no volver jamás, el pelinegro se agacha a recoger la caja (o lo poco que queda de ella) y la carga con ambos brazos, intentando no pensar en el hecho de que ahora pesa la mitad de lo que hacía unos pocos minutos antes.

  Sabiéndose humillado y derrotado, Hiro intenta recuperar lo poco que le queda de dignidad volteándose hacia la mujer que alguna vez significó todo para él y dedicándole unas últimas palabras de despedida.

  Con la misma dulzura de Shakespeare y el tacto que sólo poseen los más grandes trovadores, el nipón levanta ambos dedos medios y deja a una mueca apoderarse de su rostro. 

—¡Ojalá te pudras, zorra desgraciada!

  Los ojos de Megan se abren tan grandes como platos, el avellana de sus orbes casi perdiéndose detrás del obsidiana de sus pupilas. Hiro traga saliva, pero se obliga a sostenerle la mirada. Está bien, puede que siga encontrando el cosmos entero en su mirada, pero eso no significa que tenga que aceptar nada de lo que está pasando.

—¡Simio subdesarrollado!—grita la hija del jefe de policía, llevándose una mano a la cara en un intento fallido para quitarse las lágrimas de las mejillas.

  El pelinegro se muerde el labio y mira al suelo, peleando contra las ganas de querer ir a limpiar las lágrimas de Megan con sus propias manos. 

  No esta vez, no lo hagas, se repite como un mantra, labios presionados en una fina línea. Por primera vez en la vida esas lágrimas pertenecen ahí, tus mimos ya no.

  Con eso en mente y sin más sentimiento que el afán de chingar, Hiro logra esbozar una débil sonrisa. 

—Espero que los tres sean muy felices—y probablemente de cualquier otra persona y bajo cualquier otra circunstancia esas palabras hubieran alentado a la joven, le hubieran dado felicidad. Pero no esta vez, no con la manera con la cual Hiro las escupe, como si le quemara la lengua decirlas (tal vez, piensa Megan, momentáneamente olvidando su dolor e intentando ver más allá, tal vez sí lo corroe por dentro).

  Esta vez las palabras sólo traen ira y abandono, y porque lo que traen, lo entregan, el joven Hamada no gasta más aliento y se gira sobre sus talones tan pronto las letras terminan de salir de sus labios, obligándose a no mirar atrás, sin importar lo mucho que su cuerpo le implore el dar la media vuelta e intentar buscar una manera para resolver todo este enredo.

—¡Chinga a tu madre!—Megan exclama, su voz derramando ira y tristeza a partes iguales, pero Hiro ya está muy lejos entonces como para escuchar más que un vago murmullo de sus groserías, cargando una caja desbaratada y un montón de promesas rotas contra el pecho y entre los brazos.

  El peso de la situación no parece caerle encima hasta que el pelinegro ha caminado cerca de una hora en línea recta, dirigiéndose como un solitario general que regresa de la guerra acompañado de banderas blancas y condolencias en donde alguna vez hubo soldados hacia el único lugar en el que sabe podrá encontrar refugio a esta hora.

  Tan pronto Karmi abre la puerta de su residencia, cabello despeinado y bata de dormir arropada alrededor de su cuerpo, Hiro se deja caer sobre su mejor amiga y llorar todo lo que no pudo horas antes de todo el alboroto.

  Exhausto y diminuto, el nipón deja que las manos de su mejor amiga sobre su cabello sean lo que lo guíen a una siesta sin sueños.

Cinco Días - || higuel ||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora