Prólogo

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Delineando el lienzo y dándole forma; él hallaba paz.
Empezaba con pinceladas suaves, bellas y delgadas.
Tenían curvas, grandes y pequeñas; pero, en cada una, sus imperfecciones, las hacían horrendas.
Eran líneas carentes de vida, propósito y arte.
Los garabatos lo frustraban, sin embargo, eran su mejor forma de expresión.
Uno, dos, tres; muchos rayones, y la pintura seguía incompleta.
Una obra insípida y muerta.

Era ridículo, asqueroso y melancólico.
El joven artista ansioso buscaba sediento los polvos blanquecinos que, ciertamente, lo calmaban pero siempre lo dejaban con más ganas.
Una, dos, tres; fueron estas las bolsitas que esnifó.
Sus manos temblaban, eufóricas y calientes.
Estaba listo; mezclaba las pinturas con brusquedad, estiraba sus brazos, desprendía la lógica de su mente y empezaba.
Un naranja pálido mojando el pincel, esperaba ser plasmado.
El azul que derramado en lienzo dejaba la obra lúgubre, parecía sonreír.
Los colores iban y venían, con velocidad variable; entre pincelazo y pincelazo.
Nada.
Solo un estallido cromático terrible.
La disposición sin sentido, la basura colorida.
Volvía, por supuesto, el mismo resultado; engreído y petulante.

La furia apareció; golpeó el pincel, desgarró el lienzo y desparramó las pinturas.
Se golpeaba, errático y salvaje; arrancaba sus cabellos y gritaba sin control.
En su rabieta, los minutos pasaron.
Los efectos se calmaron; la adrenalina se esfumó y callo rendido.
Pequeños y cortos sollozos se presentaron.
Clavados en el alma, dejaron en débil silencio la habitación.
Y siguió, como las anteriores veces, en su agotamiento.
Durmiendo en el suelo, entre pinceles y pinturas; estaba el artista enloquecido.

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