Puente Einstein-Rosen

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La reserva de ahorros escolares había desaparecido. La caja fuerte de una de las oficinas del edificio principal fue encontrada abierta a mitad del día de hoy, aparentemente durante el transcurso del horario de clases. Aproximadamente a las diez de la mañana sin saber la hora exacta. Resultaba difícil creer que eso le había pasado a una escuela tan representativa como la mía. ¿Cómo demonios podría suceder algo tan grave como eso? Las oficinas financieras estaban completamente llenas de gente, por lo tanto, debería de haber mucha vigilancia, o quizá, un mínimo de atención de parte de los trabajadores haciendo uso de su visión periférica y de algo de sentido común –, al menos, eso quería pensar–. Era abrumadoramente estúpido que algo así sucediera delante de las narices de tantas personas. Era comparable con presenciar un asesinato en público en medio de una multitud, en el la avenida más concurrida y transitada de la ciudad y pasar de largo sin prestar atención al gran baño de sangre, ignorando los gritos desgarradores de un hombre con las entrañas de fuera, y al final llegar a casa sin saber que alguien murió frente a ti hasta que te sientas a cenar, enciendes la televisión, sintonizas el canal de noticias, anuncian el acto y notas que tu camisa está llena de varias manchas rojas que se han oscurecido con el pasar de las horas. Como ser humano, ser pensante y empático, tu responsabilidad era buscar ayuda o hacer algo por tu cuenta, y como mínimo, responsabilidad de cuidar una puerta que guardaba tras de sí una fortuna en billetes verdes que la escuela conservaba en algún caso de emergencia –creo–.
Ese día rodarían cabezas. Varios contadores, licenciados, secretarios y demás trabajadores que laboraban en el edificio principal estarían en problemas si el inspector se llegase a enterar. De cualquier modo, ya estaban condenados. Esto era lo suficientemente grave para poder afectar a la directora, y ella no podía dejar que gente tan poco capacitada estuviera a cargo de algo tan importante como una reserva monetaria considerablemente grande. Primero serían interrogados, y cuando ya no sean necesarios, eventualmente despedidos. La muerte iría caminando por el pasillo de la zona administrativa, tocando puerta por puerta y entrando de oficina en oficina. Posteriormente levantaría, su mugrienta hoz –pelándose por las gruesas capas de sangre seca acumulada tras los años–, gastada y pesada, colocaría el sudoroso e inquieto cuello de un hombre y, con un corte forzado y agresivo, separaría cuerpo y cráneo, desgarrando la carne viva de todo aquel que haya permitido –y que debería de haber estado pendiente de eso– que alguien haya abierto paso por dentro de las oficinas para hacerse con la fortuna detrás de la famosa puerta bóveda. Todo por cometer el estúpido error de descuidar una de las puertas más importantes de la escuela. Todo eso en el caso de que una autoridad superior –como dije antes– se llegase a enterar. Decidieron guardar silencio. Estaban desesperados. La directora debía de buscar ayuda pronto. Una ayuda confiable que pueda resolver este caso rápido y no revele nada. Un recurso eficiente que no tenga el medio para hacer pública esta noticia. Nadie debía de saber nada.
–Nadie, salvo yo.

Mickey Crowley. Nunca me ha gustado mi nombre. Suena como una mala combinación de los nombres de los personajes de alguno de los libros que le gustaban a mis padres cuando eran jóvenes. Suena burlón, y hasta cierto punto, absurdo. Gracias a ese nombre, nunca faltó el chico alcornoque que se acercaba a fastidiar con su rebaño de esbirros intentando imitar su falsa y ridícula imagen de niño popular –farsante–. Este tipo de personas eran lo más común en mi escuela. El traslado de escuela a escuela por el ascenso de nivel estudiantil de primaria a secundaria era una gran oportunidad para los niños de cambiar lo que eran y convertirse en alguien nuevo. Era tiempo de dejar atrás al niño y comenzar a ser un adolescente.
Había personas que aprovechaban este cambio para hacerse pasar por aquello que no pudieron ser en la primaria. Nadie los conocía, y, por lo tanto, nadie podía juzgarlos. Podían convertirse en lo que anhelaron durante toda su niñez, pero no pudieron ser, ya que se veían abrumados por los chicos que ya tenían cierta facilidad para ser el centro de atención. Aunque, en algunos casos, estos chicos ya eran los burlones del grupo. De esos que pegaban chicles en los asientos de sus compañeros, que abusaban de los mas débiles y les quitaban el dinero, hacían escándalo durante la clase o se peleaban con otros niños de otros salones. Cuando llegaban a la secundaria, convocaban un nuevo grupo de tontos para no sentirse solos.
se atrevían a fastidiarme cada que tenían oportunidad, por más estúpidos y su ego se elevaba hasta perforar las nubes.
Nunca pude conocer a nadie que fuera diferente a esos estándares, por lo cual no tuve amigos durante esa época de mi vida. Estaba rodeado de personas que pequeña que fuera. Llegué al punto de ser extremadamente impulsivo, respondiendo a cada insinuación que me intentaran hacer. Si en ese tiempo no hubiera sido detenido por los profesores, las cosas habrían resultado muy mal.
Ya podía sentir la energía correr por mis brazos. Necesitaba un empujón.
Necesitaba utilizar la llave, y finalmente, abrir la puerta.
Los miraba con desprecio. Era detestable el cómo la gente se comportaba de esa manera, y al mismo tiempo, triste. Todos cambiaban de la peor forma posible para impresionar a una mayoría de imbéciles sin criterio propio. Como una manada de monos aulladores siguiendo a su gran líder. El mono más “fuerte”. Pero, a final de cuentas, sin importar qué tan bonitos se vieran, seguían siendo lo mismo. Sólo simios. Animales irreflexivos. Ellos no eran capaces de entender nada del mundo real. No quería acercarme. Prefería permanecer a lo lejos, observando. Igual que un cazador. Un cazador que esperaría pacientemente hasta ver uno de esos monos. Entonces, yo, tomaría mi rifle. Apuntaría con perspicacia, pondría mi dedo sobre él y lo presionaría.
Entré a la preparatoria hace dos años a través del examen de asignación. Llegué resignado a estar rodeado del mismo tipo de personas que ya conocía desde la secundaria. Al principio, no llamaba demasiado la atención ni tampoco solía tomarme la molestia de empatizar con mis compañeros. Daba mi opinión de manera aislada y participaba solo en ocasiones específicas. No me juntaba con ninguna persona y me molestaba constantemente cada que alguien me decía algo –generalmente, tonterías–, cosa que las autoridades estudiantiles notaron, así que los profesores solían ponerme muchísima atención por mi forma de ser. Pensaban que tenía algún problema, pero yo estaba bien. Simplemente no quería meterme con gente estúpida.
Platicaron conmigo, llamaron a mi mamá y consiguieron un terapeuta para que me tratara. Yo lo sentía innecesario. Los profesores me comenzaron a dar un trato especial, que, por supuesto, generó odio de parte de otros chicos. Pero ellos estaban mal. También tenía buenas calificaciones, así que me lo merecía. Los adultos comenzaron a elogiarme. Gracias a eso, obtuve la confianza de mis profesores. Más tarde, también la de todos los docentes y prefectos. Fue cuestión de tiempo para llegar hasta las oficinas y personal administrativo, incluyendo a la directora.
A pesar del odio, jamás me interesó tener una comunicación real con mis compañeros. Era tanto el disgusto que tenían conmigo que me comenzaron a tachar durante todo el primer año. Después de regresar de vacaciones de verano y comenzar el segundo grado, comenzaron a ignorarme. Se fueron casi todas las personas que dirigían a los demás en mi contra y dejé de llamar la atención otra vez.
El tiempo volvía atrás.
En ese momento, ya tenía demasiada confianza de parte de las autoridades escolares. Fue tanto así que, en una ocasión, cuando mi en ese entonces profesor de Matemáticas, se levantó de su escritorio para salir un momento a quién sabe dónde y giró su cabeza de un lado a otro, aparentemente buscando algo. Volteó su mirada hacia la dirección en dónde yo estaba sentado, y, de manera rápida, se levantó con apuro mientras anunciaba apuntándome: tú estás a cargo. Después de eso, él se fue.
Recuerdo no haberle tomado demasiada importancia al principio. Pensé que había sido algo que el profesor había decidido sin pensar demasiado, algo que no debería de importarme mucho, pero me preocupaba un poco que lo hubiera dicho en serio. Así que, desganado, saqué una libreta pequeña de mi mochila para escribir nombres de personas que estuvieran haciendo demasiado escándalo y comencé a vigilar al grupo mientras todos se murmuraban cosas del uno al otro. Poco a poco, más profesores comenzaron a hacer lo mismo. En ese momento Me otorgaron autoridad y control sobre otros alumnos de mi escuela, al darme cada vez más importancia como vigilante.
A grupo no le importó que yo estuviera ascendiendo de ese modo en cuanto a la confianza que me tenían los adultos. Incluso, a veces conversaba con mis compañeros, pero nuestras conversaciones no trascendían más allá de cosas sobre la escuela. Comentábamos sobre la tarea, me preguntaban por el horario o era vocero y estaba al frente de las decisiones grupales.
Aunque llegara a intercambiar palabras con mis compañeros, siempre existió tensión entre nosotros. Seguramente, aunque ya no tanto como antes, seguían teniéndome rencor por ser elogiado por los adultos todo el tiempo por hacer un buen trabajo como autoridad. Después de todo, la mayoría era gente que no lograría superar mi ingenio y habilidad para planear y pensar las cosas. Me di cuenta de ello cuando un grupo de chicas llegaba para pedirme ayuda en su trabajo de computadora todos los días. No me sorprendía, pues ellas pertenecían al tipo de personas que hablaban durante las clases, se reían en voz alta, retaban a los profesores y entregaban trabajos mediocres sin tomarse la molestia de mostrar un mínimo de decencia por los demás. Solía ayudar a las chicas que, a pesar de ir en una escuela donde se trabajaba con varios programas de edición y diseño, no sabían utilizar una computadora y no se preocupaban por aprender a usar una. Mi preparatoria estaba llena de gente ventajosa, deshonesta y burda. Cada uno en mayor o menor cantidad de estupidez, pero, aun así, nadie lograba gustarme como ser humano. Eran un asco.
Me la pasaba supervisando el grupo y reportando a los bravucones que provocaban desorden en plena clase, que, a mediados del segundo grado, comenzaron a reaparecer. Estaban llegando compañeros nuevos a mi grupo. Por lo regular, chicos transferidos. Probablemente, a causa de haber sido expulsados de sus antiguas escuelas. Ellos me odiaban.
Un tiempo después, comenzaron a correr rumores sobre mí por toda la escuela. El odio hacia mi persona volvía a parecer, pero nunca me importó demasiado. Yo solo cumplía con lo que me encargaban los profesores. Solía engreírme mucho al notar sus miradas clavadas en mí. Observándome a lo lejos. Fijamente. Soltaba una pequeña risa sarcástica entre dientes cada que me daba cuenta de ellos. Eran varios grupos de personas, y siempre hacía lo mismo con la intención de que lo notaran y se enojaran. Era divertirlo verlos retorcerse del coraje cada que lo hacía.
Había ocasiones en las que mis compañeros –incluyendo a los de otros grupos–, cometían barbaridades, intentando inculparse o escudarse en alguna excusa, que podía ser o ingeniosa o barata. Varias de esos cometidos había casos de robo o los grandes chismes que, a causa del bullying, afectaban a los más débiles. Sentía pena por esos niños débiles. No tenían la fuerza suficiente para enfrentar a los tipos malos –bastardos–.
Nunca fue difícil saber quién había sido el responsable, pues la mayoría de los abusivos eran muy tontos cuando fingían no saber nada al respecto. Ellos se delataban solos al mostrarse anormalmente tranquilos, aparentando ser unos ángeles cuando todos sabíamos que eran lo peor de lo peor. Cuando todos percibíamos su horrible forma de ser. Siempre actuando con ineptitud y descaro. Siempre inquietos y fastidiosos. Era completamente anormal que se mantuvieran quietos después de que algo sucedía. Eran tontos al pensar que nunca los descubrirían de ese modo.
Después de convertirme en una clase de “policía escolar”, asistiendo a cualquier caso en el que hiciera falta algo de investigación, comencé a descubrir lo que tenía dentro de mí. Mi verdadero potencial. Mi verdadero poder. Lo descubrí en un descuido y por casualidad. Gracias a eso, fui capaz de resolver muchísimos casos más.
Me sorprendía la gran cantidad de robos y rumores que se han ido incrementando dentro de la preparatoria. Cada vez refutaba más mi hipótesis sobre la malicia de las personas que abundaban por todos lados. Comenzaba a creer que el mundo era falso y muy estúpido. Entonces me di a la tarea de erradicar a los abusadores. Me volví tan bueno en ello que nadie podía pasar desapercibido cuando me encontraba analizando un caso. Los seguía. Y cuando no podía seguirles el paso, tenía preparado mi as bajo la manga.
Ahora era invencible. Nadie podía vencerme y podía superar a cualquier persona que intentase burlarse de otras personas. Cualquiera que intentase burlarse de mi. Nadie es capaz de huir de las consecuencias de sus actos. Me había convertido en un juez. Un juez que todo podía saberlo y que te condenaría por todos tus pecados. Por todos tus crímenes contra la humanidad. Las acciones que cometes tienen cierto peso que recae por encima de tus hombros, y huir de esa responsabilidad era inaceptable. Aún así, el merecido tenía que llegar. Tarde o temprano, todo se devuelve. Ahora arrastrarías un lustre bajo tus pies, intentando dejarlo atrás, pero siempre te seguiría de cerca sin que puedas huir de él.
–Yo era el lustre.
La vida no es tan sencilla como para olvidar las cosas malas que hiciste atrás. Nadie podía escapar de su pasado ni olvidarlo tan fácilmente.
Nadie podía escapar de mí.
El tiempo suele ser comprendido por algunas personas como algo banal, pero cuando tienes la oportunidad, siempre puedes regresar a leer la página anterior del libro. Yo tenía la oportunidad de regresar a leer la página anterior… ¿o debería decir “capacidad”? Solía ser fácil únicamente para mí. Era un ser vivo que gozaba de leer la historia otra vez. Tenía esa “capacidad”. Finalmente pude abrir la puerta.
“Puerta de retroceso temporal”.
Energía, tiempo, retroceso, puerta.
Sentía impulsos eléctricos dentro de mí, recorriendo mis venas eficazmente, como si mis huesos fueran de acero y mis nervios fueran alambres de cobre larguísimos, colocados cuidadosamente y con exactitud al igual que una instalación eléctrica dentro de un gran rascacielos. Toda esa energía era canalizada hacia mis brazos y era capaz de crear fluctuaciones de una energía extraña, pero no fui capaz de manifestarlo hasta hace un año atrás. Lo noté poco a poco, pero cuando logré manifestarlo en todo su esplendor, entré en pánico. Es una experiencia que no quisiera contar, o por lo menos no ahora.
Lo nombré “Puerta de retroceso temporal”, pero, vulgarmente, lo pensaba como un agujero de gusano, pues encajaba perfectamente en la categoría de uno.
Me di la tarea de investigar sobre ellos. Busqué en internet y encontré un concepto que me llamó bastante la atención: El puente Einstein-Rosen. Tenía que ver exactamente con los agujeros de gusano, pero ese era su nombre formal. El nombre que los Físicos utilizaban para referirse a ese término, y estaba ligado a la tan famosa “teoría de la relatividad”. Se trataba de una característica topológica que del espacio-tiempo que conecta dos regiones del espacio, creando un atajo entre ambos puntos. Atajo por el cual, la materia sería capaz de desplazarse, terminando en un punto distinto dentro del espacio y el tiempo.
Yo era capaz de crear pequeños huecos dentro del espacio gracias a la energía que podía canalizar y manipular dentro de mi cuerpo por los cuales podía desplazar materia –incluyendo cualquier objeto que no fuera tan grande como para superar mi peso y tamaño– a un punto del pasado en el tiempo en un mismo plano universal, es decir, sin la intervención de las famosas “líneas temporales”. No podía crear líneas de tiempo alternas ni viajar a otros universos paralelos. No. Solo podía interactuar en mi propia realidad, donde todas mis acciones ya estaban hechas y no podía cambiar ni el futuro ni el pasado de nuestra historia. Podía encontrarme con mi “yo del pasado” sin que el universo colapsara y la realidad se alterara. Todo era muy distinto a como lo cuentan las historias hollywoodenses de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo.
La idea más cercana a la realidad y la naturaleza de mi poder era la que manejaba una película titulada “La reliquia del futuro”, que insinuaba que los viajes en el tiempo reales eran posibles y que sucedían en nuestra misma realidad, de modo que, si enviabas algo, por ejemplo, cuatro segundos al pasado, podías ver que el objeto del futuro ya aparecía antes de siquiera comenzar a enviarlo al pasado. Así sucedía conmigo también, utilizando un puente Einstein-Roser para hacerlo, pero en menor escala a como sucedía en otros lugares del universo, donde estos eran inmensos y eran capaces de conectar dos puntos infinitamente remotos dentro de la existencia misma y llevarlos a distintos puntos dentro de nuestra propia línea temporal. O quizá, la inmensidad del universo tenía el suficiente poder para conectar dos realidades distintas. Solo poseía una abismalmente pequeña fracción del poder del universo. Yo no podía. Hacer algo así. Eso creo.
La puerta de retroceso temporal tenía ciertos límites. Por supuesto, no era un poder perfecto. Al ser una milésima parte del poder del cosmos, solo podía retroceder cinco horas al pasado sin poder volver al presente. No podía volver demasiado atrás en el tiempo sin gastar todas mis energías en el intento. Utilizaba más energía en el proceso de retroceso que el de desplazamiento. Si lo piensas detenidamente, viajar en el tiempo era más complejo que el simple hecho de “teletransportarse”, pues implicaba, literalmente, hacer aquello que la humanidad pudo hacer jamás en cincuenta mil años de historia a pesar de los enormes avances tecnológicos y los miles de sofisticados dispositivos que había logrado hacer realidad. Aparatos que solo subsistían dentro de las más fantasiosas obras de ciencia ficción, sacados de las novelas de Julio Verne y demás precursores del género.
Tampoco podía usar el agujero de gusano bajo la influencia de algún aislante de energía como el cobre, por ejemplo. Tampoco en lugares donde se encontrasen grandes conjuntos de dispositivos electrónicos, ya que respondían al pulso de energía que se generaba al abrir el puente Einstein-Roser, lo cual sería un problema.
El rango de alcance de desplazamiento también era bastante corto, alcanzando aproximadamente una distancia de cinco metros, aunque nunca había podido comprobarlo del todo, porque a veces parecía que podía alcanzar poco más de cinco metros de distancia. Para saber esto, utilizaba los mosaicos cuadrados que había en la loza del suelo en el patio trasero de mi casa.
Una vez tomé una cinta métrica que estaba dentro de las cajas polvorientas apiladas dentro de la cochera donde papá guardaba las herramientas viejas y medí la longitud de los cuadrados: aproximadamente metro y medio por cada uno. Recogí el jardín un par de piedras más o menos grandes y las coloqué al borde de uno de los cuadrados y las hice retroceder en el tiempo solo unas cuantas milésimas de segundo, desplazándolas hasta dónde me fuera posible hacerlo. Me preguntaba si funcionaría en otras personas, pero jamás me había atrevido a intentarlo, aunque… creo que era obvio que sería posible. Con todo esto, me preguntaba si había otras personas iguales a mí. Jamás había conocido a ningún otro usuario de “energía cósmica” –como había decidido llamarle–que tuviera poderes, ya sean guales o diferentes a los míos. No sabía cuándo iban a salir de las sombras y mostrarse ante mí.

Infinite - Poder En La Palma De Tu ManoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora