Existen espíritus libres que vagan por la tierra. No tienen hogar definido, y viajan, y viajan sin cesar. Nadie sabe realmente su origen. Se cree que comenzaron a vagar por el mundo para guiar a los hombres hacia la felicidad interna, para retornarlos a la naturaleza.
Comparten su alegría con otros, su esperanza, su modo de ver la vida, en el que lo bello está presente hasta en el insecto más minúsculo. Comparten con nosotros su amor por la naturaleza, sus aventuras. Son nuestros ojos, que nos muestran todos aquellos lugares a los que no podemos acceder, y son nuestros oídos que escuchan la melodía oculta de la armonía, la que sólo se les revela a unos pocos.
De esta forma siempre están con nosotros, el común de los mortales, que permanecen mirando hacia la ventana del comedor en un día frío y gris, y se preguntan qué podrían estar haciendo para ser felices. Son nuestro consuelo, como los libros, que nos transportan a lugares maravillosos sin movernos de casa, que nos cuentan las historias de aquellos que decidieron soñar su vida y vivir sus sueños.
Los espíritus libres nos muestran el camino, y son como cualquier otro mortal: tienen sus momentos de felicidad y de tristeza, de decepción y de orgullo, de amor y desamor. La diferencia está en que estos siempre logran continuar adelante, seguir viviendo -no como otros que siguen viviendo cuando ya han muerto- y ver lo bueno que hay en todo lo existente. Es como si viajaran permanentemente con un estuche de acuarelas, y pudieran pintar a su gusto lugares llenos de humedad y de banalidad, para transformarlos en los paisajes más dulces que el ojo puede apreciar.
Algunos espíritus libres dibujan lo que ven, lo que vislumbran dentro como fuera de su mundo; otros escriben sobre lo que les ocurre día a día, y tienen el increíble don de poder poner en palabras claras y sensibles lo que piensan; otros componen música, lenguaje universal de los hombres, para bailar y para escuchar con ojos cerrados; otros construyen edificios y objetos, con la esperanza de dar alojo y comodidad a los que los rodean; otros educan, y en el proceso de educar se autoeducan, aprenden constantemente hasta la muerte.
Los espíritus libres son parecidos al hombre, y simultáneamente no tienen nada que ver con ellos. Se ven como niños y tienen cualidades parecidas a éstos, como pasase horas frente al espejo observando la parte inferior de la lengua, moviéndola hacia arriba, hacia un lado y el otro. Lucen ojos como los de los animales, con los cuales no es necesario que digan nada, ya que éstos dicen mucho más de lo que podrían decir sus palabras.
Cuando uno se cruza con los espíritus libres, ellos nos regalan sonrisas, abrazos o una palabra reconfortante. Sin embargo, su condena está presente en su denominación: son libres, y por tanto no podemos pretender atarlos a nosotros ni a ningún sitio. Pertenecen a todos los lugares y a ninguno al mismo tiempo; aman desmesuradamente, pero solo unos pocos ocupan un lugar en sus corazones. Viven y dejan vivir, y sin embargo son espíritus solitarios, en permanente búsqueda, una búsqueda que a veces puede llevarlos muy lejos. Pueden aparecer y desaparecer infinitamente, por mucho o poco tiempo, pero siempre vuelven a nosotros, como las olas: rompen contra la orilla, y se retiran, y vuelven a romper, y se retiran, y así a través de los milenios.