Prologo

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Antes éramos más, de eso estoy seguro. No tantos como para llenar un estadio o un cine, pero sí más de los que quedamos ahora. Lo cierto es que no creo que haya nadie más aparte de mí. Eso es lo que ocurre cuando eres una exquisitez, cuando se mueren por devorarte: acabas por extinguirte.

Hace once años descubrieron a alguien en mi colegio. Una niña que estaba en su primer día de guardería. La devoraron casi de inmediato. ¿Qué le pasaría por la cabeza? Quizá la repentina soledad (siempre es así) que sentía en casa la empujó a ir a clase con la idea descabellada de que allí encontraría compañía. La profesora anunció la hora de la siesta, y la pobrecilla se quedó en el suelo de pie, agarrando su osito de peluche, mientras sus compañeros se lanzaban al techo con los pies por delante. En ese momento todo terminó para ella. Fue el fin. Hasta se podría haber sacado los colmillos falsos, haberse tumbado en el suelo y haberse preparado para el inevitable banquete. Sus compañeros la observaban desde arriba con los ojos como platos: «Perdona, ¿qué tenemos aquí?». Me contaron que empezó a llorar y a berrear. La profesora fue la primera en alcanzarla.

Es precisamente después de la guardería cuando debes presentarte en el colegio, cuando ya te libras de las siestas, aunque aún te pueden pillar desprevenido. En cierta ocasión, el profesor de natación estaba tan enfurecido por la apática actuación del equipo en un encuentro escolar, que nos obligó a hacer la siesta en el vestuario. Lo decía por decir, pero yo casi pico. Por cierto, no pasa nada por nadar, pero será mejor que no hagas ningún otro deporte: el sudor te puede delatar. Es lo que ocurre cuando tenemos calor, que las gotas empiezan a caer como babas de bebé. Sí, es asqueroso. Todos los demás están frescos y limpios mientras yo goteo como un grifo. Así que olvídate de actividades en el campo, del tenis o hasta del ajedrez competitivo. En cambio, la natación va bien porque esconde el sudor.

Esta es sólo una de las reglas, pero hay muchas más. Mi padre comenzó a enseñármelas todas desde el momento en el que nací. Nunca esboces una sonrisa, ni te rías. No llores nunca. En todo momento tu expresión debe ser anodina y estoica. Las únicas emociones que se pueden ver en las caras de la gente son el ansia de hepers o de deseo romántico, y, obviamente, yo no tengo nada que ver con ninguna de los dos. Nunca olvides aplicarte mantequilla profusamente por todo el cuerpo cuando te aventures a salir de día, ya que es complicado dar explicaciones sobre las quemaduras solares. Hay muchísimas reglas más, tantas que podría llenar un cuaderno, aunque nunca he tenido la menor intención de hacerlo. Que te pillen con un «reglamento» sería tan incriminatorio como una quemadura solar.

Además, mi padre me las recordaba todos los días. Durante el desayuno, mientras el sol se ponía, repasaba unas cuantas. Por ejemplo: no hagas amigos, no te quedes dormido en el colegio (las clases aburridas y los trayectos largos en autobús son especialmente peligrosos), y no carraspees. Que tu atractivo no pueda contigo. Aunque las chicas se te entreguen en cuerpo y alma, no caigas nunca en la tentación. Debes tener siempre presente que tu imagen es más bien una maldición. No lo olvides nunca. Todo esto me lo decía mientras me echaba un vistazo a las uñas para comprobar que no estuvieran desconchadas. Tengo las normas tan interiorizadas que son tan inamovibles como las de la naturaleza. Nunca he tenido la tentación de saltarme ninguna.

Menos una. Cuando, para ir al colegio, empecé a tomar el autobús tirado por caballos, mi padre me prohibió mirar atrás para decirle adiós, ya que la gente no lo hace nunca. Al principio me costó mucho obedecer esa regla. Durante los primeros días, cuando subía, me costaba un gran esfuerzo paralizarme y no mirar atrás para despedirme. Era como un acto reflejo, una tos irreprimible. Además, en aquella época yo sólo era un crío, y eso lo hacía aún más difícil.

Una vez, hace siete años, rompí la regla. Ocurrió el día después de que mi padre entrara en casa tambaleándose con la ropa hecha jirones, como si se hubiera peleado, y con el cuello perforado. Se había descuidado, apenas un desliz pasajero, pero ahora tenía dos claras incisiones en el cuello. El sudor le caía por la frente y le manchaba la camisa. Se notaba que ya lo sabía. Tenía la mirada enloquecida, y el pánico se apoderaba de él mientras me agarraba con fuerza. Con el pecho empezándosele a agitar por los espasmos y los dientes que rechinaban, me dijo:

—Hijo mío, ahora estás solo.

Unos minutos más tarde, cuando empezó a temblar, con la cara increíblemente fría al tacto, se puso en pie. Se abalanzó hacia la puerta y salió a la luz del alba. Cerré la puerta tal como me pidió y corrí a mi habitación. Ahogué la cara en la almohada y me puse a gritar. Sabía lo que estaba haciendo en ese momento: correr hasta llegar lo más lejos posible de casa antes de transformarse y de que los rayos del sol se convirtieran en cascadas de ácido que le quemaran el pelo, los músculos, los huesos, el riñón, los pulmones y el corazón.

Al día siguiente, mientras el autobús escolar se detenía enfrente de casa y el vapor salía de las grandes y húmedas fosas nasales de los caballos, rompí la regla. No lo puede evitar: mientras subía, me volví. Pero mi padre ya no estaba. Ni entonces, ni nunca más

Tenía razón. Ese día me quedé solo. Habíamos sido una familia de cuatro miembros, aunque de eso ya hacía mucho tiempo. Después sólo quedamos mi padre y yo, y con eso bastaba. Echaba de menos a mi madre y a mi hermana, pero era demasiado pequeño como para haber formado un auténtico vínculo con ellas. Guardo en la memoria sombras difusas. Aunque a veces, incluso ahora, cuando oigo la voz de una mujer cantando, siempre me pilla desprevenido. La escucho y pienso: «Mamá tenía una voz muy bonita». En cambio, mi padre las echaba muchísimo de menos. No lo vi llorar nunca, ni siquiera cuando tuvimos que quemar todas las fotos y los cuadernos. Sin embargo, cuando me levantaba a pleno día, me lo encontraba mirando por la ventana sin persianas con un rayo de sol cayéndole sobre el rostro apesadumbrado mientras le temblaba la ancha espalda.

Mi padre me había preparado para que me quedara solo. Sabía que ese día terminaría por llegar, aunque me parece que en el fondo pensaba que le sucedería a él antes que a mí. Se pasó años inculcándome las reglas para que las conociera mejor que a mí mismo. Incluso ahora, cuando anochece y me preparo para ir al colegio, me aseo minuciosamente, me limo las uñas, me afeito los brazos y las piernas (de un tiempo a esta parte, hasta algunos pelos en el pecho), me pongo pomada (para enmascarar el olor) o me afilo los colmillos falsos, me parece oír su voz repasando las reglas.

Como hoy. Justo mientras me pongo los calcetines, oigo sus consejos habituales: no te quedes a dormir en casa de nadie, no tararees, ni silbes. De repente oigo la regla que me recordaba quizás apenas una o dos veces al año. Era tan poco habitual que tal vez era algo distinto, una especie de lema en la vida. «No te olvides nunca de quién eres.» Nunca supe por qué lo decía. Es como decir no te olvides de que el agua está mojada, el sol brilla o la nieve es fría. Es una redundancia. Sería imposible olvidarme de quién soy. Me lo recuerdan a cada momento. Cada vez que me depilo las piernas, me aguanto un estornudo, ahogo una risa o finjo estremecerme ante un rayo de luz extraviado, recuerdo quién soy. Un impostor.

La cazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora