Lonesome Town

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CAPÍTULO 1
ALLAN Y ADELA
Llevaba nevando toda la noche, así que cuando Allan salió al jardín a las dos de la madrugada, toda la ciudad estaba cubierta de un espeso y tranquilizador manto blanco. Las farolas iluminaban la calle, blanca y vacía, que llevaba hasta la iglesia de San Miguel. Era una iglesia de principios del siglo xx, gris y sobria. Allan se quedó embobado observándola. Aterido, exhaló el aire en una pequeña vaharada. Miró hacia su casa. La luz de la habitación de Adela, su mujer desde hacía 30 años, estaba encendida. Se ajustó el cuello de la camisa del pijama y miró el resto de la calle. Había una luz encendida en casa de los Blackwood. Sería el chaval mayor, tocando la guitarra con los cascos. Últimamente lo hacía bastante a esas horas de la noche. Quien sabe, quizás padecía insomnio. A esas edades los chavales son todo un misterio, tanto física como psicológicamente. Debía de tener unos 17 o 18 años. Cualquier estupidez a esa edad es comprensible. Allan comenzó a caminar disimuladamente hasta que llegó a la altura de la casa de los Blackwood. Desde la acera de enfrente observó la habitación del chaval. No lo veía, así que seguramente estaría haciendo lo que él pensaba: tocar la guitarra en la cama con los cascos. Volvió a su casa. Cuando entró en el jardín, una sombra pasó sobre él y una gota le cayó en la frente. Putos murciélagos. O quizá sería un ave nocturna a la que le había dado por cagar justo sobre el único objetivo móvil de la calle. La cosa era que ahora un líquido caliente le resbalaba asquerosamente por la frente. Entró a casa a limpiarse. Había dejado la luz del pasillo encendida. Sorteó a su mujer, que yacía en un charco de sangre en el suelo del pasillo, entró al salón, salió a otro pasillo y llegó al baño. Habían tenido una discusión hacía una hora. Adela le había gritado por las horas a las que llegaba. Él había gritado más alto y más fuerte, y habían seguido gritando, casi compitiendo por ver quien decía la burrada más grande. Ella le había dado una merecida bofetada. Pero no contaba con que su marido cuando estaba borracho era un monstruo sin escrúpulos. Él le pegó un puñetazo que le partió el labio. Ella cayó al suelo, llorando. Estuvo un rato así mientras él se burlaba y le decía que se levantase. Desde el suelo, ella le pegó una patada en los huevos que debería haberle dejado estéril. Mientras el caía de rodillas lloriqueando como un crío, ella se levantó como pudo y corrió al piso de arriba, a su habitación. Conociendo al tarado de su marido, bajar a regañarle cuando volvía de una borrachera no había sido la mejor decisión. Él ya le había pegado más veces, pero siempre eran bofetadas. Ella siempre había creído que él nunca le haría daño. Daño de verdad. Pero ahora ella tenía el labio partido. Hasta el día de su muerte, su madre siempre le había dicho que lo denunciase. A la muerte de esta, su hermano había tomado el relevo, lo que le había llevado a varios enfrentamientos directos con Allan. Un día incluso acabaron a puñetazos. Pero aun así, ella nunca había denunciado los abusos de Allan. La sangre le corría barbilla abajo, como observó asustada en su espejo de mesa. De repente oyó unos pasos violentos y torpes que subían por las escaleras. Y luego el silencio. Después una risita ahogada y  dos pasos aún más torpes que los anteriores. Una mano se estrelló contra la puerta.
-¡Abre la puerta, pequeña zorra de mierda! ¡Abre, puta gorda, que continuaremos con el ring ahí dentro! ¡Venga, que es la primera vez que me divierto en este matrimonio!
Ella, aterrorizada, siguió sin abrir la puerta. Él siguió golpeando como 5 minutos. Después de eso, la casa quedó totalmente en silencio y Adela oyó cómo su marido arrastraba sus pasos hacia las escaleras. Luego, de repente, Allan se estrelló con toda su fuerza contra la puerta, que crujió lastimeramente sin llegar a doblegarse. Allan, desde el suelo, incorporándose, gritó:
-¡Vale hijadeputa, tú no abras, que ahora mismo bajo a por la escopeta y ya abro yo la puerta de los cojones!
Adela ahora sí que estaba aterrorizada. Debería llamar a su hermano, o a la policía, o a quien fuese. Pero se había dejado el móvil en el salón. Pensó rápidamente y corrió a abrir el armario. Detrás de las gabardinas encontró el viejo revólver de su abuelo. Su madre se lo dio cuando Adela se decidió a contarle los maltratos que sufría a manos de su marido. Las palabras textuales de su madre cuando se lo entregó fueron:
-Mira hija, estas cosas siempre van a más, así que si no quieres denunciarle tendré que aguantarme, pero el día que veas que te va a hacer daño de verdad, coges esto, le descerrajas un tiro en la cabeza y esparces sus sesos por toda la habitación. Este revólver lleva cargado desde la segunda guerra mundial. Tu abuelo lo utilizó para matar nazis. Cuando acabó la guerra, tu abuelo estaba obsesionado con que si la guerra se había levantado en Europa dos veces en tan poco tiempo, no tardaría demasiado en volver a hacerlo. Y quería estar en primera línea cuando los nazis volviesen a por más. Yo creo que una bala en el cerebro de tu marido no será desperdiciar munición. Tiene seis balas. Lo coges, le quitas el seguro, lo amartillas y aprietas el gatillo en medio de la cara de ese hijo de perra.
Lo cogió y siguió las indicaciones de su madre. Estaba en perfecto estado. Era como su abuelo: siempre listo para la pelea. Se acercó a la puerta. Su marido debía de estar todavía en el piso de abajo. Abrió la puerta y echó a correr en dirección a las escaleras. Las bajó a toda prisa, hasta el punto de tropezar una vez, sin llegar a caerse. Cuando llegó al piso de abajo Allan estaba saliendo del salón. Este le apuntó con la escopeta y sonriendo, con la mirada ida por el mar de alcohol que tenía en las venas, dijo:
-Anda, si te has decidido a bajar. Eso está muy bien, pero no te vas a librar de tu merecido, zorra. Esa patada dolió mucho, ¿sabes? Así que ahora arrodíllate, pon las manos en alto y cierra la boca, porque si gritas te voy a matar.
Cuando acabó de decir eso, sacó un cuchillo de cocina que llevaba metido en el pantalón. Ella intentó razonar con él:
-Sabes tan bien como yo que no me vas a tocar un pelo. No te atreverás.-En ese momento, Allan cargó la escopeta. Eso la puso nerviosa por dos motivos: el primero era que iba en serio, y el segundo era que había desperdiciado una oportunidad preciosa al no dispararle cuando aún no había cargado la escopeta. Esos nervios la llevaron a hablar de una manera entrecortada e incluso a tartamudear.-Así que no lo intentes o t-tendré que… 
-¿O qué? ¿Me vas a pegar otra patada en los huevos? ¿Qué vas a hacer? Arrodíllate ahora mismo, perra, o voy a esparcir todas tus tripas por la habitación y te voy a golpear hasta que te mueras.-dijo él, con una mueca asquerosa en la cara.
Ella levantó el revólver a la altura de la cadera y disparó, acertándole en la parte alta del codo. Él cayó de rodillas, pero aun así disparó sobre Adela, derribándola. Allan se incorporó con un dolor que no había sentido en su vida. Dio un paso hacia ella, que yacía inconsciente en el suelo. Le había dado en el estómago. Se apoyó en la pared y dio otro paso. De pronto, el sonido de un crujido horrible dio paso al de su grito agónico. Se acababa de romper algo al apoyarse en la pared. No sabía qué, pero sabía que algo se había roto. La sangre comenzó a manar a borbotones de aquella horrible herida, manchando el sesentero empapelado de flores de la pared. El líquido rojo caía hasta el suelo, mientras él intentaba mantener la consciencia. Y entonces cometió un terrible error: se miró la herida. Craso error, muchacho. Vio cómo su carne se resquebrajaba, como minúsculos y sanguinolentos pedacitos de hueso caían al suelo. En ese momento lo que debía de ser una arteria se rompió. La sangre empezó a salir con más fuerza. Se dio cuenta de que si quería seguir vivo no podía desmayarse. Se arrancó como pudo una manga de la camisa y durante diez largos minutos de estuvo haciendo un torniquete, que acabó por reforzar con sus calcetines. Empezó a apretarlo. Cuando ya parecía estar perfecto, un pequeño pero potente chorro de sangre salió disparado hacia su cara, creando en ella una línea roja discontinua. En ese momento, la realidad se volvió demasiado para él, y se desmayó gritando agónicamente.


El libro de los corredores nocturnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora