El internado

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Susana Strossner llegó al internado el último día del que pareciera haber sido octubre más largo se mi estadía en Sainte- Marie. No había parado de llover en dos semanas y el árbol que solía contemplar cada vez que estaba sola en mo habitación se había caído a causa de una borrasca de la noche anterior. 

Era un árbol formidable que no perdía su denso follaje durante el invierno y parecía quedar solo, presidiendo la colina a medida que el año avanzaba. Siempre se lo veía más hermoso e imponente,  y yo fantaseaba con subir a lo alto de su copa para ver más allá del bosque que nos separaba del resto del mundo.  La madrugada en que cayó a tierra ae proclamaba un chubasco aún peor que loa días anteriores;  la lluvia azotaba las piedras con tanta inclemencia que temí que se rompiera el ventanal. Como no albergaba la esperanza de tener un poco más de claridad a causa del mal tiempo,  volví a encender la lámpara de aceite que había dejado al pie del tocador. Era mi cumpleaños y tenía un mal presentimiento. 

Por más que pensé que que tal vez el agua y el jabón perfumado se llevarían los regazos de una noche llena de sueños intranquilos,  no podía desprenderme de la sensación de que algo andaba mal.  Me había levantado una hora antes del llamado y faltaba todavía bastante para que saliera el sol. En vista del desasosiego que sentía,  empecé a pasearme por la estancia,  persiguiendo mi propia sombra.  No sé que me hizo asomarme por la ventana.  Tal vez escuché el llamado de auxilio del árbol a través del fragor que la ventisca provocaba.

Los techos de la edificación retumbaba bajo el granizo, y el eco de los truenos recorría los pasillos adyacentes a mi habitación.  Hice la pesada cortina a un lado y quedé menos que estupefacta frente al espectáculo que ofrecía semejante tormenta: el negro del cielo era surcado a intervalos cada vez más cortos por un rayo incandescente  y la vegetación había quedado sumida en la danza desenfrenada de las corrientes del norte. Las montañas se recortaban contra el horizonte con la intermitente claridas de las centellas. Agua y más agua caía y lo hacía descartando todas las emociones acumuladas de los amotinados nubarrones.

Aún no se cuanto tiempo estuve allí de pie,  tal vez siendo la única espectadora de aquella sinfonía de ira celestial, pero podría haber transcurrido una hora o un minuto.  Vuando más furiosa rugía la naturaleza,  logrando demostrarme cuán inconsecuente era mi existencia en comparación con su poderío,  todo cesó. El agua, el viento, y los truenos quedaron suspendidos y reinó el silencio.  No se oía el crujir de una hoja, ni el tintineo de una gotera solitaria.  Una niebla espesa  comenzó a deslizarse  serpentinamente desde el espacio que se dibujaba  entre las dos cumbres más empinadas que había frente a mi ventana y escuché la insinuación de un galopar en la distancia.  La cascada de niebla alcanzó mi árbol en un abrir y cerrar de ojos, cerniendose a su alrededor con la forma de una mano blanquecina de dedos largos y huesudos. En el momento en que los dedos de bruma se cerraron sobre el árbol,  la tempestad se reanudó y no pude ver nada durante algunos minutos. 

Ya se anunciaba el alba, las imágenes que la precedieron estarán grabadas en mi memoria para siempre: un relámpago iluminó la colina donde había visto el árbol quedar envuelto en un blanco sudario.  La tierra había sido levantada y mi magnífico amigo había sido despojado de su trono. Como una pieza de ajedrez,  yacía tirado sobre el fango con las enormes raíces expuestas,  sin la dignidad que su muerte le merecía.  Quise gritar, pero falto la voz. Me llevé loa dedos a la garganta y tuve la escalofriante impresión de que una maldición se anunciaba.  El agua teñida de tierra rojiza rodó colina abajo hasta los escalones empedrados, pareciendo mancharlos de sangre del rey del bosque.  Habia amanecido,  pero la claridad del sol no podría haber disipado la oscuridad que había caído sobre nuestras vidas. Noté que la lama de mi lamparita se había extinguido.

Fue entonces cuando vi el carruaje. Lo tiraban cuatro brioso sementales de largas crines lisas, y se diferenciaba de los coches que solían llegar hasta Saint- Marie por ser más estilizado y elegante la madera estaba pintada de un negro muy brillante y tenia hermosos grabados de plata sobre las puertas.  Las cortinas eran de color rojo borgoña y, a juzgar por la  lujosa apariencia de la calesa, adiviné que debían estar hechas del más fino terciopelo.  El cochero iba vestido de forma impecable pero no pude observar su rostro; el sombrero de ala ancha no me lo permitió. 

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⏰ Última actualización: Oct 10, 2014 ⏰

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