Los pulmones no me daban para más, me sentía fatigada a estas alturas y tenía que seguir corriendo. El aire me faltaba y sentía que las piernas me temblaban .Me había quedado dormida y ahora tenía que correr para llegar a tiempo al instituto. No pensé en tomar desayuno, apenas me vestí y refresqué mi rostro con agua helada, cepillé mis dientes e intenté hacer algo con mi cabello para ahorrar tiempo y salí de casa volando hasta la estación de metro.
— Mierda... ¡Perdón! —grité sin mirar a quien había empujado, no podía detenerme a disculparme siquiera, seguí corriendo, bastaban unos minutos no más y sí perdía algún segundo distrayéndome también perdería el vagón de las 7:50.-
Ya había llegado a la estación, justo a tiempo. Pagué mi boleto y seguí corriendo hasta el andén, me frené antes de seguir empujando a más gente esta mañana. Las personas entraron al vagón y yo les seguí los pasos mientras inhalaba profundamente para llenar mis exhaustos pulmones. Al fin.
Busqué dónde sentarme y cuando divisé un asiento libre, fui y lo ocupé, junto a la ventana, como me gustaba viajar, observando hacia el exterior y más ahora en otoño, ver como el viento desnudaba las ramas de los árboles esparciendo sus hojas por toda la calle sólo para fastidiar a quien intentaba juntarlas fallidamente con la escoba.
Todo se detuvo en la siguiente estación. Algunas personas bajaron y otras subían a empujones; y lo vi subir, como siempre. Con la mochila colgando de su hombro, de jeans y chaqueta, como era habitual, a la misma hora, el mismo vagón y entrando por la misma puerta, esperando a que el hombre de traje y sombrero, se parara para bajar a la siguiente parada, él ocupaba su lugar, justo frente a mí, sin notar mi presencia, se conectaba los audífonos y su mirada se perdía en su celular.
Ahí me quedaba, sólo observándolo, imaginando qué pasaría si me atreviera a saludar, simplemente decir "hola, ¿como estas?" que me costaba pronunciar, quería hacerlo pero el miedo al rechazo era más fuerte. Y así era a diario, me esforzaba para encontrarlo cada mañana y no hacía más que verlo subir y pensarlo mientras mi corazón sufría de taquicardia las cinco estaciones siguientes hasta que ambos bajábamos del vagón, él por la puerta izquierda y yo por la derecha, con la cabeza baja y la vista en los zapatos de quienes caminaban a mi lado. Patética. Tímida.
Estúpida.
Su nombre, Harry. Sus ojos, verdes, tan hermosos, tan hipnotizantes. Su sonrisa, encantadora, envidiaba a quienes les regalaba su sonrisa cada día, envidiaba a quienes podían compartir una conversación tan simple como hablar del clima, las clases, ropa, zapatillas, comida o cualquier cosa, envidiaba a quienes podían escucharle, a quienes él escuchaba, envidiaba a sus amigos, a su familia por tenerlo cada día con ellos y me odiaba por no intentar acercarme, por mantenerme al margen, por ser tan cobarde, me daba pena de mi misma.
— Tranquila... —susurró y me abrazó por sobre los hombros sacándome del trance de mis pensamientos y justo a tiempo para ahorrarme las lágrimas.
— Lo sé —suspiré aflorando el nudo de mi garganta— ¿como estas, Jess? ¿Almorzamos juntas hoy?
— Supongo que mejor que tu —comentó respondiendo a mi primera pregunta, me encogí de hombros, ella bien sabía mi pena— y claro, nos vemos a la una y quince, donde siempre.
Le guiñé un ojo y mi amiga se marchó. Así era casi siempre. Me encontraba con ella al entrar al instituto, intentaba subir mi ánimo y se marchaba a sus clases correspondientes y yo hacía lo mismo, caminaba cabizbaja hasta mi salón, me sentaba casi al final, junto a las ventanas y sacaba mi cuaderno para tomar mis apuntes. Primera clase, geografía.
Estiré las manos en busca de mi teléfono, la alarma sonaba y sonaba aumentando en cada segundo su volumen. Se suponía que debía estar bajo mi almohada pero lo encontré en el suelo, bajo mi cama. Apagué la molesta alarma y me tiré cama abajo, directo al baño.