Corría el XIX apresuradamente para cuando Celestine llegó a la Tierra. Nunca supo ni cómo llegó hasta allí ni quién la había ayudado a llegar, sólo recordaba una infinidad de instrucciones antes de caer en un sueño profundo. Sus alas ya no se veían como antes, y no tenía idea de dónde estaba. Caminaba entre algunas cuantas frías lápidas de algún material que desconocía, desnuda, con su pelo caoba apenas tapando lo justo para que no se viera más de lo necesario. Sus ojos, avellanados y casi dorados, se perdían en la oscuridad de la noche. Sentía frío y una sensación de pesadez en las piernas que hacía que le costara mantenerse en pie.
No tenía idea de dónde ir, ni de cómo cumplir con lo que se le había asignado. Trastabilló varias veces antes de poder conseguir afirmarse de algo sólido que no le permitiera caerse, y ese algo fue un panteón de una familia aristocrática del pueblo aledaño a donde estaba. Abrió la puerta sin saber bien cómo, dándose paso a un pequeño lugar con un fuerte olor a rosas frescas. Ella no lo sabía, pero probablemente acababan de enterrar a alguien o de, al menos, rendirle algún culto después de su muerte. Y, efectivamente era así. Ivette Etherington había partido recientemente, dejando atrás una familia desconsolada por su despojo terrenal producido por una tuberculosis que ni siquiera toda su fortuna pudo sanar.
Celestine sintió una profunda sensación de paz y alivio al estar en aquel lugar, debido a que Ivette se había marchado de este plano con la esperanza de encontrar algún lugar mejor lejos de su sufrimiento. Sus últimos años habían sido de desdicha pura. Su esposo, William Etherington, al enterarse que ella estaba gravemente enferma y que no podría tener descendencia, la abandonó prácticamente al cuidado de sus criadas y se dedicó a buscar en el cuerpo de otras mujeres "consuelo" para su dolor, o al menos, eso decía. La verdad es que nadie lo vio derramar una sola lágrima por ella. No así Claudette, la madre de Ivette, ni su padre Louis. Sus hermanas Nicolette y Evanna estaban destrozadas en su velorio. Quizá fueron los únicos en quererla de verdad.
También hubo alguien más en el velorio de Ivette llorando desconsoladamente en un rincón, intentando que nadie lo viera. Era el hijo de una de las criadas de Ivette, Howard, quien la amaba profundamente y le hizo compañía hasta su último suspiro.
Celestine supo todo eso mediante visiones que le llegaron a su mente, como si esos recuerdos fueran suyos. Podía sentir las emociones, el dolor e incluso el disgusto que le provocó su cruel enfermedad.
Tomó de allí una medalla que habían dejado sobre un pequeño saliente en la pared y salió del panteón. Al menos tenía una noción de cómo era la vida humana, aunque fueran recuerdos ajenos. Caminó entre otras tumbas hasta llegar a un pequeño bosque. Supo que debía apurarse si no quería verse atrapada por el amanecer y, agarrándose precariamente de los árboles que encontró en el camino, llegó a una lujosa finca.
Se metió prácticamente sin hacer ruido y se escabulló dentro de una habitación en la planta baja. Una voz susurró:
-¿Hay alguien ahí?
Celestine se escondió tras un pequeño mueble y se quedó inmóvil esperando no ser descubierta, y, por fortuna, no lo fue. Luego de unos interminables minutos, se levantó y descubrió una cómoda llena de lujosos vestidos nobles. Tomó uno de ellos sin ver demasiado detalle y salió con la misma cautela hacia el bosque nuevamente.
Ya con la luz del Sol asomando en la mañana, se acomodó precariamente el vestido sin saber bien si lo había hecho bien y, desprolijamente, se acomodó el pelo. Caminó hacia donde creía que estaba el pueblo en busca de ayuda, sin saber bien qué hacer y se guardó la medalla entre medio del ropaje que llevaba puesto.
Esperaba que alguien se compadeciera de ella y la ayudara en su travesía, y, efectivamente, pasó.
- ¡Señorita! - gritó una voz joven. Celestine siguió caminando sin detenerse. - ¡Señorita! ¿Está bien?
Ella se acomodó el pelo, echándose un mechón detrás de su oreja y, poniendo su mejor sonrisa, respondió:
- Estoy perdida. Quien conducía mi carruaje me traicionó y robó todas mis pertenencias, dejándome en la nada a unas millas de aquí.
El hombre vaciló, pero su seguridad habría convencido a cualquiera. La vio tan desalineada e inocente que no le dio lugar a su intuición, que decía que había algo más.
- Acompáñeme. Quizás pueda ayudarla.
Celestine hizo una pequeña reverencia y, ante el gesto del joven que le indicaba que caminara, tomó delicadamente los costados del vestido y dio pequeños pasos, tratando de disimular la pesadez de sus piernas.
El muchacho la miró de pies a cabeza y nuevamente de la cabeza a los pies. Notó que no llevaba zapatos y que sus piernas estaban llenas de tierra, algo raspadas, así como que su andar era dificultoso y pesado. Se preguntó una vez más para sus adentros si era correcto ayudarla, y si es que había una historia más allá de lo que decía. Sus ojos se le hacían extremadamente curiosos, puesto que en aquel pueblo jamás habría conocido a alguien con unos ojos tan intensamente brillantes y con un color tan extraño. Parecían de oro, pero la luz tenue los hacía ver como si fueran de miel. Y esa mirada era encantadora, de esas a las que nadie podría decirles que no.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Celestine - respondió rápidamente. Notó que él se encontraba expectante de algo más, y se la rebuscó en el ambiente para agregarle algo como lo que tenía Ivette después de su nombre... Etherington. Supuso que serviría de algo. Tocó la medalla que guardaba entre su ropa y notó que tenía un saliente donde se unía con la cadena, y recordaba que su color era similar al de la plata. Pensó para sí misma que eso era perfecto -. Celestine Silverthorn.
- Usted no es de algún lugar cercano, ¿cierto? Su apellido no se me hace familiar.
- Oh, no. Vengo de muy lejos - aseguró ella. Tenía la esperanza de que se creyera el cuento de una vez, y, sino, estaba lista para correr.
- Así parece. Le preguntaría de dónde, pero no es propio de un caballero inmiscuirse en la vida de una dama en apuros.
Celestine asintió, agradecida y aliviada de no tener que inventar más explicaciones.
El hombre le señaló una enorme mansión unos metros más adelante. Un hombre arreglaba las plantas que adornaban el frente mientras se acercaban.
- Este es mi hogar. Supongo que mi familia no tendrá problemas en ayudarte. Adelante.
- Me encuentro a punto de entrar a la casa de un extraño, que ciertamente podría querer asesinarme sin saberlo, y aún no sé su nombre.
El joven soltó una tímida risa y asintió con la cabeza.
- Thomas Graham. Un placer conocerla - respondió, mientras abría la puerta y extendía su mano haciendo un ademán para invitarla a pasar.
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Lágrimas ácidas
RandomUna revolución en el Cielo causó que cientos de ángeles tuvieran que elegir de qué lado se quedarían. A su vez, provocó una fuerte tempestad que sólo se calmaría con una tortuosa guerra en la Tierra, para lo que los enviados estaban destinados a enc...