segunda parte

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   Inmediatamente después de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de

interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez el asunto

pareció no interesar a nadie en la comisaría. Por el contrario, ocho días después el juez

de instrucción me miró con curiosidad. Pero me preguntó, para empezar, solamente mi

nombre y dirección, mi profesión, la fecha y el lugar de nacimiento. Luego quiso saber si

había elegido abogado. Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si era

absolutamente necesario tener uno. "¿Por qué?" dijo. Le contesté que encontraba el

asunto muy simple. Sonrió y dijo: "Es una opinión. Sin embargo, ahí está la ley. Si no

elige usted abogado nosotros designaremos uno de oficio." Me pareció muy cómodo

que la justicia se encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de acuerdo y llegó a la

conclusión de que la ley estaba bien hecha.

   Al principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes; 

sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar

mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción semejante en los libros

y todo me pareció un juego. Después de nuestra conversación, por el contrario, le miré y

vi un hombre de rasgos finos, ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y

abundantes cabellos casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a

pesar de algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a tenderle

la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.

   Al día siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante 

joven, con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba en mangas

de camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña corbata de gruesas rayas 

blancas y negras. Puso sobre la cama  la cartera que llevaba bajo el brazo, se presentó y 

me dijo que había estudiado el expediente. El asunto era delicado, pero no dudaba del

éxito si le tenía confianza. Le agradecí y me dijo: "Vamos al grano."

   Se sentó en la cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada.

Se había sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había hecho

entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían enterado de que "yo

había dado pruebas de insensibilidad" el día del entierro de mamá. "Usted

comprenderá", me dijo el abogado, "me molesta un poco tener que preguntarle esto.

Pero es muy importante. Si no encuentro alguna propuesta será un sólido argumento

para la acusación". Quería que le ayudara. Me preguntó si había sentido pena aquel día.

Esta pregunta me sorprendió mucho y me parecía que me habría sentido muy molesto si

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