I
Inmediatamente después de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de
interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez el asunto
pareció no interesar a nadie en la comisaría. Por el contrario, ocho días después el juez
de instrucción me miró con curiosidad. Pero me preguntó, para empezar, solamente mi
nombre y dirección, mi profesión, la fecha y el lugar de nacimiento. Luego quiso saber si
había elegido abogado. Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si era
absolutamente necesario tener uno. "¿Por qué?" dijo. Le contesté que encontraba el
asunto muy simple. Sonrió y dijo: "Es una opinión. Sin embargo, ahí está la ley. Si no
elige usted abogado nosotros designaremos uno de oficio." Me pareció muy cómodo
que la justicia se encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de acuerdo y llegó a la
conclusión de que la ley estaba bien hecha.
Al principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes;
sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar
mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción semejante en los libros
y todo me pareció un juego. Después de nuestra conversación, por el contrario, le miré y
vi un hombre de rasgos finos, ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y
abundantes cabellos casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a
pesar de algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a tenderle
la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.
Al día siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante
joven, con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba en mangas
de camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña corbata de gruesas rayas
blancas y negras. Puso sobre la cama la cartera que llevaba bajo el brazo, se presentó y
me dijo que había estudiado el expediente. El asunto era delicado, pero no dudaba del
éxito si le tenía confianza. Le agradecí y me dijo: "Vamos al grano."
Se sentó en la cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada.
Se había sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había hecho
entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían enterado de que "yo
había dado pruebas de insensibilidad" el día del entierro de mamá. "Usted
comprenderá", me dijo el abogado, "me molesta un poco tener que preguntarle esto.
Pero es muy importante. Si no encuentro alguna propuesta será un sólido argumento
para la acusación". Quería que le ayudara. Me preguntó si había sentido pena aquel día.
Esta pregunta me sorprendió mucho y me parecía que me habría sentido muy molesto si