Lily

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A veces siento que caigo en un sueño, y luego despierto asustado pero en mi propia cama, a salvo entre el colchón y la calidez de mis cobijas. Esta noche he vuelto a sentir esta caída. Creo que existe una explicación lógica para esta sensación, pero yo nunca me he preocupado por buscarla. Me pregunto si significará algo. Y si es verdad que tras la caída existe un significado congruente, me pregunto qué le relacionará conmigo.

Ya sólo sueño que caigo. Desciendo sin saber a dónde, ignorante como la señorita Bennet, y al final, cuando voy a impactar, despierto.

Pero, ¿despierto de verdad o son sólo noches de demencia y vigía? ¿A dónde me caigo? ¿Quién está escribiendo esto? ¿O quién me está obligando a escribir?

El mundo está infestado, y yo sólo caigo entre la masa de gente.

Las mañanas en familia eran relativamente agradables. Ellen servía el desayuno en platos de bonita decoración moderna y a continuación avisaba al resto de los miembros de su familia para que ocuparab sus sitios en la mesa. Greg era siempre el primero en sentarse, en primer lugar porque su trabajo le obligaba a apremiar todas sus tareas en la mañana, y en segundo porque su glotonería y la buena mano de su mujer en la cocina prácticamente le instaban a comer como lo hacen los cerdos; a bocados siempre grandes.

Por lo general, Skandar tardaba entre cinco y diez minutos en vestirse y sentarse con sus padres a desayunar, pero en esta ocasión el tiempo de espera se extendió más de lo debido. En vez de diez, fueron quince, veinte, veinticinco minutos.

Ellen tuvo que apresurarse preocupada al cuarto de su hijo sólo para ver que éste se había quedado dormido en su silla, con los brazos y la cabeza apoyados en la mesa de escritorio. Ya no supo si sentir ternura o exasperación.

—¡Skandar! ¡Por el amor de Dios! —exclamaba ella—. ¡Levántate! ¡Es tardísimo!

Skandar se removió en su asiento, gruñendo como un perro. No le hizo falta más que una caída para despertar del todo.

Así que aquí es donde debía caer.

—Vístete —intervino una fría Ellen—. Llegarás tarde.

Skandar miró a su madre mientras ella salía por la puerta. Después de esta salida estelar -en la que actuó como una diva de la televisión pública después de una entrevista o de un desfile-, Skandar se levantó del suelo para mirar la nota en su escritorio. ¿Debería añadir que por fin se había dado el golpe? Tampoco es que tuviera tiempo de sobra para divagar sobre ello. Después de una lectura rápida a su escrito se vistió, desayunó a marchas forzadas y corrió finalmente para no perder su autobús.

Boris no compartía bus con él. Ni siquiera compartían clase, o año escolar de hecho, así que Skandar sólo podía resignarse a verle de vez en cuando fuera del horario de estudio.

De todas formas, que su amiguito hubiera estado allí no cambiaría en lo absoluto la situación. Skandar era un antisocial de un par de narices, y si es que alguien se le acercaba sería solo para pedirle la hora o cosas por el estilo. Con la sola excepción de que había una muchacha -más altruista que humana per se- que había estado esforzándose este último trimestre con tal de ganarse la confianza del cabezota de Skandar. No era la chica más atractiva, pero había algo en el azul de sus ojos que ya le había llamado la atención a más de uno.

Lily, que era su nombre, compartía asiento con Skandar en el autobús, pero ninguno de los dos se dijo nada en todo el trayecto.

ToskaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora