El lirio blanco

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"Malvas, rosadas, celestes, las florecillas del campo

esmaltan la orilla azul del arroyo solitario.

[...]

Tiene el alma, el aire de oro, de las estrellas del campo;

celestes, rosadas, malvas, sus sombras pasan soñando...''

-Flores, estrellas del campo (Juan Ramón Jiménez)

"Cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla'', afirmaba Confucio. Algunos opinan que la belleza es algo visual, una cualidad meramente empírica y de la que es poseedora gran cantidad de personas y lugares, como podrían ser perfectamente los lagos Plitvice, en Croacia. Otros, son partidarios de la idea de que lo bello solo puede encontrarse en el interior de uno mismo, en sus actos, en su bondad, en su alma. Pero hay veces que, para atestiguar la auténtica belleza, tan solo hay que ser capaz de abandonar todo aquello que nos ata a lo mundano. Y, para una experiencia visual de tamaña complejidad, quizás los seres que se encuentran más capacitados para su realización son los animales, carentes de prejuicios y poco influenciables. La historia narrada a continuación fue presenciada por un colibrí, un ave de gran significado espiritual y que, en culturas como la de los Andes, es símbolo de la resurrección:

"En un claro del bosque, iluminado por los tenues rayos del sol de primavera, se encontraba él. Él era un lirio blanco. Era delicado y frágil; la pureza de sus pétalos se veía acrecentada gracias a las gotas de rocío que se deslizaban juguetonas por ellos. Él se escondía con timidez detrás de un pequeño matorral; no quería ser visto por nadie. Agachaba suavemente sus pétalos cuando un ave o algún pequeño mamífero pasaba por su lado. Solo quería pasar desapercibido, invisible, era lo único que deseaba. Una hermosa mañana de primavera, cuando los primeros rayos de luz alumbraban el claro, un pequeño colibrí que revoloteaba por los alrededores se acercó a él. El lirio, tímidamente, arrugó todos sus pétalos hasta hacerse una bolita.

"No tengas miedo"-dijo el colibrí, intentando tranquilizar al pobre lirio- "Yo también soy pequeño y débil, no voy a hacerte daño".

El lirio, lentamente, fue abriendo sus pétalos. Miró fijamente al colibrí.

"El miedo no es más que un muro en nuestro camino que nos impide seguir adelante. Te destruye."-comentó el colibrí- "Eres hermoso. La más bella flor que habita en este lugar.

No dejes que nadie te haga sentir mal".

El lirio agachó sus hojas, relucientes y brillantes debido a la lluvia de la noche anterior. Pensó en lo que llevaba de vida, desde el día de su florecimiento. Lo único que había sentido desde ese momento era que a nadie le importaba. Nadie se acercaba a él. Las demás flores ni siquiera se dignaban a mirarle. Las únicas que se acercaban a él eran las abejas, por la única y egoísta razón que era robarle su néctar. Viendo que los únicos seres que se acercaban a él lo hacían simplemente para aprovecharse de su bondad y timidez, lo único que era capaz de sentir el lirio era miedo y congoja, que lo llevaban día a día a encerrarse más en sí mismo y a apartarse del mundo.

A veces envidiaba a la rosa. La veía fuerte. Sus espinas lucían imponentes, su vivo color rojo destacaba entre las demás flores. Era como si una gota de sangre hubiese sido derramada en mitad de la espesa hierba, se hubiese filtrado en la tierra y hubiese ido tejiendo raíces hasta alcanzar el florecimiento de la rosa. Ella era respetada, a la vez que admirada, por su fortaleza y valentía, por su belleza y la paz que transmitía.

Él no se había sentido tan vivo hasta aquella noche. Y no era más que una noche como cualquier otra; pero había algo especial, algo que llamó su atención. Unos metros por delante de él, frente a un fuerte abedul y entre una petunia de pétalos rosados y una magnolia que ya presentaba los síntomas del marchitamiento, un resplandor violeta surgió de entre la hierba. El lirio, curioso, se asomó un poco tras el matorral y observó: era una ipomea que acababa de nacer. Era la flor más hermosa que el lirio había visto jamás. La luna, expectante por saber quién era la nueva, la alumbró con curiosidad.

Ipomea movió sus pétalos con elegancia ante las caricias de la luna, jugando con su luz. El lirio sintió que su alma, por primera vez en todos aquellos años, florecía. Por encima de él, la luna hilaba con sus rayos sueños encantados, creaba un ambiente de belleza indescriptible. Lo único que sentía el lirio en ese momento era que estaban ellos dos solos, que la noche era el escenario de una función en la que ellos dos eran los protagonistas, y la luna era el foco que alumbraba todas las pasiones que en él se desencadenaban. Una lechuza, con sus enormes ojos negro azabache, observaba la escena, curiosa. Aquella noche, sin duda, fue inolvidable para el lirio, la más hermosa de todas las que había vivido hasta ahora.

Ella florecía únicamente por las noches. Él la observaba a escondidas, temeroso por ser descubierto espiándola. Pero era feliz con solo observarla. Ella era coqueta, la reina del bosque, a quien la luna siempre alumbraba entre toda aquella oscuridad.

Una noche, el lirio se volvió a asomar. Ipomea ya había crecido, sus hermosas hojas tenían brillo propio. Ella bailaba, como hacía siempre, sintiendo las caricias de la brisa nocturna. El lirio la observaba, maravillado por sus gráciles movimientos. Hubo un momento en el que Ipomea lo vio. Se quedó observándolo, sonriente y acalorada tras el baile. El lirio, sonrojado, decidió que era momento de volver a su escondite. Pero, antes de que aquello sucediese, Ipomea hizo un movimiento con uno de sus pétalos, saludándole. El lirio, con el corazón rebosando felicidad, repitió el movimiento con uno de los suyos. Fue en aquel momento cuando decidió que ya iba siendo hora de eliminar aquella barrera que él mismo se había formado, aislándose del mundo. Esa barrera de humo, fácil de atravesar en un principio, pero que iba haciéndose más y más espesa conforme iba dejando pasar el tiempo, impidiéndole ver qué había más allá de su guarida personal.

La noche siguiente, el lirio se preparó. Tenía pensado decirle a Ipomea todo lo que sentía por ella, lo que la quería; y ya era el momento de hacerlo. Asomó sus estambres tras el matorral. Pero lo que vio fue algo que destrozó su alma: allí estaba ella. Tan hermosa como siempre; pero no estaba sola. Ipomea se hallaba enredada alrededor de un robusto abedul que se encontraba tras ella. Las hojas de ambos se unían, su tallo voluble iba recorriendo cada centímetro del tronco del árbol, fundiéndose en un abrazo. El lirio entonces escuchó un ruido que solamente había oído cuando algún animal pisaba alguna hoja o ramita seca. Sonaba como un "crack''. Notó entonces un dolor procedente de lo más profundo de su pistilo: su corazón acababa de romperse. Se había hecho añicos, como fragmentos de cristal. El único pensamiento que sobrevoló por sus anteras era que nunca debió haber salido de su escondite, jamás debería haber visto a Ipomea; nadie lo quería, y así debía seguir siendo. Cerró sus pétalos, mientras lloraba en silencio y se ocultaba de nuevo tras aquel matorral que nunca debió haber abandonado. Cada ser en este planeta cumplía las funciones que le habían sido asignadas, para las cuales habían sido "creados''. Él ya tenía clara cuál era su función.

A la mañana siguiente, mientras el claro del bosque era bañado por los primeros rayos del sol mañanero, una madrugadora abeja revoloteaba entre las flores. Buscaba algo de néctar para comer. Lo primero que vio fue una ipomea enredada alrededor de un abedul, cubriendo su tronco con su fino tallo.

"Qué felices deben ser"-pensó la abeja para sus adentros.

Siguió volando por aquel claro y se encontró con un solitario matorral. Tras él, lo único que pudo encontrar fue un lirio marchito. Sus pétalos, que una vez fueron blancos y puros, se desprendían de él y caían lentamente. Su tallo estaba torcido. La abeja observó, sorprendida, cómo unas pequeñas gotas de lágrimas de rocío se deslizaban por él hasta llegar al suelo, humedeciendo la tierra. Se percató también de que a su lado, había un colibrí, que contemplaba la escena con semblante triste.

"Es una pena"-le dijo la abeja al colibrí. Este la observó detenidamente. La abeja encogió sus alas-"Quiero decir, este néctar ya no es comestible". Dicho esto, salió volando, en busca de una flor que saciase sus necesidades. El ave miró hacia ella, observando cómo se marchaba, revoloteando alegremente hacia las profundidades del bosque." 

El lirio blancoWhere stories live. Discover now