Todo estaba oscuro, el frío se apoderaba de su cuerpo y le entumecía las extremidades;
se estaba desangrando. Entre gritos de dolor y angustia, las horas se hacían interminables.
La tenebrosidad y el sufrimiento le impedían tener ningún tipo de noción del tiempo, no
había manera de diferenciar entre días y noches. El daño y la rabia que sufría eran tan
fuertes que hacían peligrar su cordura. En su cabeza se repetía la misma pesadilla una y
otra vez.
Tras varios días entre el umbral de la vida y la muerte, el instinto de supervivencia hizo
que abriera los ojos. Cuando se encontraba a punto de morir de hambre, su cuerpo lo trajo
de vuelta al mundo. Poco a poco pudo recordar donde se encontraba. Tendido en el suelo,
herido y con la ropa desgarrada, cayó en la cuenta que se encontraba en el fondo de la
cueva húmeda y oscura donde había tenido que refugiarse con su hermana pequeña los
últimos quince días.
La luz de la mañana se filtraba por las grietas del techo, formando unos halos de luz
tenue que atravesaban la cavidad y conseguían llegar al suelo, permitiendo distinguir
formas y figuras una vez que los ojos se habían acostumbrado a la privación del sol.
Deseaba estar muerto, pero su cuerpo se aferraba a la vida. Sentía un dolor enorme en
el costado, fruto de la daga con la que le habían acuchillado y dado por muerto. Al girar la
cabeza pudo ver el cadáver de su hermana.
—Ela… —Exhaló su nombre.
Se encontraba en un estado bastante avanzado de descomposición. No sabía cuánto
tiempo había pasado desde que fueron atacados. Ela yacía boca arriba con el cráneo
aplastado.
Se habían visto forzados a huir a las montañas por la persecución religiosa que habían
sufrido. Adama, su aldea, era uno de los últimos reductos donde aún se practicaba la
religión de los eternos1
, que desde siglos había estado presente en el país. Construida a los
pies de la muralla del castillo del Conde Quintilio, siempre había estado bajo su
protección, hasta que un día, traicionó a sus propios aldeanos y permitió que los hombres
del Conde Durán, un noble con el que mantenía una conocida enemistad y convertido al
catolicismo, persiguieran a los que se negaran a abandonar las antiguas creencias, ahora
consideradas desleales a la corona y peligrosas.
Su padre, Aland De’Ath un importante sacerdote eterno, había sido capturado mientras
volvía de esconder en las montañas una valiosa reliquia custodiada en Adama desde
tiempos inmemoriales. Fue apresado y condenado a muerte junto a su mujer. Por suerte,
logró ocultar el tesoro en la montaña. Sus hijos habían logrado huir gracias a la ayuda de
unos vecinos, refugiándose en el bosque. Los que se negaban a convertirse eran ahorcadospúblicamente, los que podían huir se adentraban en el bosque y allí sobrevivían formando
pequeñas comunas de exiliados como los que atacaron a Aron y Ela.
Los dos hermanos escaparon a lo más alto del bosque, a las montañas. Pudieron
fugarse con lo justo; Ela seguía vistiendo la túnica de andar por casa y Aron iba equipado
con las botas de campo, que solía ser su calzado habitual, unos calzones que terminaban
un poco antes de la caña de las botas y una camisa blanca. Había podido hacerse con una
bolsa de cuero que podía llevar cruzada sobre el pecho, en la cual había guardado al menos
el cuchillo de servir que su madre había dejado en la cocina y el chispero que se utilizaba
para hacer fuego en casa. Era un terreno que Aron conocía muy bien ya que solía
frecuentar la zona junto a su padre. Aland había procurado enseñarle destrezas básicas de
caza y lucha, dispuesto a que su hijo mayor fuera lo suficientemente diestro para sobrevivir
en cualquier situación. Ahora se preguntaba si esta previsión era premonitoria y si su padre
sabría que tarde o temprano los fieles al culto que predicaba fueran a pasarlo realmente
mal.
El primer día en la montaña encontraron una pequeña cueva en la que refugiarse por
las noches. Se trataba de una oquedad en la pared por la que un hombre adulto apenas
podría entrar de lado, pero una vez dentro la cavidad se ensanchaba dando paso a una
pequeña estancia húmeda y oscura donde al menos podían encender pequeños fuegos de
noche gracias a las pequeñas aberturas en la bóveda por dónde se disiparía el humo.
Gracias a sus habilidades de cazador, Aron podía alejar el hambre de su hermana y
proveerla diariamente de conejos, tórtolas y peces de río que cazaba montaña abajo en el
bosque.
Habían conseguido rehacerse tras dos semanas en el exilio. Tratar de sobrevivir en el
bosque y cuidar de su hermana pequeña había mantenido su mente ocupada,
permitiéndole lidiar mejor con la tragedia de sus padres. Cuando las cosas se calmaran,
tendrían que buscar otra aldea en la que empezar una nueva vida. Como hijo de sacerdote
había tenido acceso a estudios, tenía muy buenos conocimientos en matemáticas y conocía
bien las escrituras de los antiguos filósofos. No tenía muy claro cómo eso le podría ayudar
a encontrar trabajo en algún poblado, así que no le importaba trabajar de mozo de cuadra
y con suerte Ela podría trabajar de costurera en algún taller. Estaba esperanzado en salir de
ese bache.
Había sido una buena tarde de caza. Las trampas que dejaron durante la mañana les
habían proporcionado dos conejos. Los prepararon y encendieron un fuego en el interior
de la cueva para cocinar la cena.
—¿Sabes? Aunque ya no estén papá y mamá no me importaría quedarme así contigo,
lejos de los que nos hicieron esto. Sé que tú me cuidarás, Aron, y aquí no estamos tan mal.
Cuando me enseñes a cazar como tú, nunca nos faltará de nada.
La inocencia de su hermana le conmovía. Después de lo que habían pasado todavía era
capaz de encontrar el lado bueno de la situación. Una de las cosas que enseñaba su padre
en el templo era el concepto de destino. Todo pasaba por algo, si sufres una tragedia o una
injusticia tienes que lidiar con ella porque así estaba escrito para ti. La magnitud de la
desgracia, la manera de afrontarla y superarla, forman parte de la purificación del alma. Lo
que sufra en esta vida, me ayudará a alcanzar la paz. Su padre debería estar equivocado,
pues había consagrado su vida a una causa sin sentido. Ninguna divinidad permitiría que
una criatura como su hermana sufriera de esa manera.
Esa misma noche, mientras cenaban, atraídos por el humo de la fogata en la cueva, se
vieron sorprendido por cuatro hombres de mediana edad, armados con cuchillos y piedras,
vestidos con los harapos propios de los que se ven obligados a sobrevivir en la montaña Se trataba de un grupo de exiliados de su propia aldea que por su aspecto daba impresión
de que no se estaban desenvolviendo demasiado bien en el bosque y andaban
desesperados en busca de algo de comida.
Sin dar tiempo a reaccionar, apuñalaron al hermano mayor en el costado y de una
patada lo lanzaron contra la pared, golpeándose la cabeza y cayendo inconsciente al suelo.
La hermana pequeña se aferró al cuerpo de su hermano, entró en pánico y comenzó a
gritar presa de la desesperación. Molestos por los gritos y habiendo eliminado al hermano
mayor, único sustento de la niña, golpearon su cabeza con una de las piedras del suelo
partiendo su débil cráneo.
Ahora, cinco días después de aquello, Ela estaba muerta y no podía dejar de pensar si
eso suponía la paz para su alma o simplemente un cruel destino. Las ratas habían
arrancado los ojos, nariz y orejas de su hermana, que desprendía un fuerte olor a
putrefacción. Su cadáver había atraído a un número enorme de estas y, gracias sus restos,
se había salvado de ser mutilado. La herida que le habían provocado estaba infectada y la
pérdida de sangre había sido muy grande. Se encontraba al borde de la muerte.
Seguía vivo. Si es verdad que todos tienen un destino fijado al nacer y, después de todo
lo que había pasado, aún no había muerto, quizá su existencia tendría otro cometido.
Deseaba acabar con los responsables de su tragedia. Debía ser su misión. La idea brotaba
en él desde la hostilidad que se enterraba en su alma. Tenía que sobrevivir. Encendió un
fuego y calentó su cuchillo hasta el rojo para cauterizarse la herida, el dolor fue tan grande
que de nuevo perdió la conciencia. Horas después volvió de nuevo en sí. Con mucho
esfuerzo, logró incorporarse. El costado le dolía aún más que antes, pero ya no emanaba
sangre de la herida. La fiebre era muy alta y estaba demasiado débil para salir a buscar
sustento. Se acercó al cuerpo de la hermana y golpeó con una roca a una de las ratas que
rondaban al cadáver, y se alimentó de ellas hasta que estuvo lo suficientemente recuperado
como para abandonar la cueva. Pasaron tres días más y finalmente pudo dar sepultura a su
hermana en el fondo de la gruta, apilando un gran montón de rocas sobre sus restos.
Logró salir del que había sido su lugar de martirio. Hacía muchos días que sus ojos
estaban acostumbrados a la penumbra de la cueva y le llevó un tiempo acostumbrarse a la
claridad del día. Con muchísimo dolor y una fiebre muy alta, emprendió el camino al río
apoyado en una rama quebrada a modo de muleta: Necesitaba hidratarse y bajar la
temperatura de su cuerpo lo antes posible. Caminar cuesta abajo con semejante herida en
el costado suponía un tormento horrible; el peso de la bolsa que llevaba colgada parecía
multiplicarse por cien, pero debía llegar al río si quería seguir con vida. La bajada se le hizo
eterna; creyó ver sombras tras los árboles que le acechaban a medida que avanzaba. La
fiebre y el trauma por el que había pasado convertían el camino que tantas veces había
recorrido en un paraje indómito, lleno de voces y figuras que le juzgaban por pertenecer a
la religión que había dejado de ser la correcta. No sabía qué credo sería el verdadero.
Cuando estalló este conflicto en la aldea, su padre recordó a los fieles que siglos atrás su
propia religión también había hecho lo mismo con los devotos que estaban instalados
anteriormente en el país. Las creencias espirituales solo traían odio y muerte. El martirio
que había pasado su familia era fruto de la intolerancia y el fanatismo de los que tratan de
imponer la fe que consideran verdadera y única. Gran parte de las guerras estallaban por
conflictos de este tipo y así era como se movía el mundo.
Consiguió llegar al río y, con mucho esfuerzo, alcanzó una zona donde el agua corría
entre las piedras. Bebió frenéticamente, avanzó al centro del cauce en un remanso donde
le cubría hasta la cintura, se sumergió y se lavó el cuerpo, las ropas y la herida del costado,
ahora convertida en un chamuscado trozo de carne justo debajo de las costillas. El cuchillono había penetrado lo suficiente como para dañarle algún órgano, evitándole la muerte.
Hubiera preferido morir, el sentimiento de venganza le ahogaba y el dolor por la pérdida
de sus seres queridos lo tenía sumido en un caos emocional. Se tumbó en la orilla para
secarse al sol. El baño le había aclarado la mente y bajado la fiebre. Ahora se acordaba de
su hermana y se torturaba por no haber podido defenderla o por ni siquiera haber tenido
la oportunidad de dar su vida por ella.
Tenía que pasar desapercibido, así que no podía improvisar un refugio o encender
fuego; debía de moverse río arriba sin dejar rastro. Era posible que los hombres que
habían ejecutado a su padre y a su madre aún los siguieran buscando y tampoco estaba en
situación de defenderse de los que habían matado a Ela. Era otoño y la temperatura no era
demasiado baja de noche todavía. Se taparía con hojas del bosque para dormir y no tendría
que ir muy lejos para recoger castañas. Con un poco de hilo de sus ropas y una pequeña
astilla de madera, volvería a tener los avíos suficientes para poder pescar algún pez que
habría de comer crudo para no llamar la atención con una fogata.
A los dos días, ya estaba lo suficientemente repuesto como para que su voluntad de
vengarse hubiera crecido exponencialmente. A medida que su cuerpo se reestablecía y su
mente se despejaba, las ganas de acabar con las personas que habían perseguido a su
familia aumentaban y así como las de acabar con los fanáticos religiosos causantes de tanto
daño en el país y en su aldea.
El dogma con el que había crecido decía que había que aceptar el destino. Había que
ser buenos con los demás porque eso ayudaba a que nuestra siguiente existencia fuera más
sencilla. Si en nuestra vida abundaban las miserias, estas harían el camino hacia la
purificación del alma más corto.
Aron conocía la existencia de otro culto dentro de los eternos, el lado fundamentalista
de su propia religión. Ellos daban un paso más y afirmaban que nuestra existencia por el
mundo ya estaba determinada por la vida que habíamos llevado anteriormente. Si en otra
vida habíamos sido asesinos, ladrones, o habíamos provocado el sufrimiento de otras
personas, en el proceso de purga de nuestra alma tendríamos que ser víctimas o sufrir
grandes tormentos en algún momento. Odiaba pensar que sus desgracias podían estar
definidas de antemano. Lo que más le interesaba de estos eternos es que hablaban de un
poder que se encargaba de guiar las almas de los fallecidos a su siguiente vida,
manteniendo el equilibrio a lo largo de la historia y permitiendo a los que completen el
ciclo descansar eternamente. Si eso fuera así, esa herramienta podría ayudarle con su
represalia. ¿Tendría algo que ver con lo que había escondido su padre en la montaña?
Fuera lo que fuese, era tan importante como para perder la vida y abandonar a sus hijos

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Los últimos eternos
Adventure¿Qué pasaría si un deportista del siglo XXI participara en una batalla medieval? Los últimos eternos es un título que consigue combinar dos géneros que hasta ahora nadie se había atrevido a aunar: deporte y ciencia ficción. Sumérgete en una historia...