Un grito celeste debió oírse por lo menos en esa galaxia, la que tiene la constelación de Tauro y que divide los dos reinos por la frontera de Orión.
Irradiaba fuego celeste por todo el cuerpo, de sus puños a sus hombros, de sus pies a su cráneo. Gritaba fuego color calipso. Se incendiaba no sólo su estómago, ni sus vísceras, sino hasta su garganta y sus órganos más vitales.
-¿Qué debo hacer? –Pensó en voz alta.
-¿Hacer?, ¿qué no era ésto lo que querías? –Preguntó Antemort, acercándose a su amo, pero como éste no hizo caso, continuó–. Digo, no mataste la estrella, pero por lo menos ahora no te molestará más, y estás a salvo de la cura, de la luz.
De nuevo el silencio le hizo de respuesta. Pyros se había hincado en el suelo y buscaba arriba cualquier rastro del brillo mostaza, mientras su mano se aferraba con cariño al puñal de loto que en su estómago había dejado Nelumbo.
-No lo voy a permitir –mencionó levantándose. Tomó sus cosas, y se subió a la libélula.
-¿Qué no me escuchaste? –Preguntó el ave confusa, sin comprender las extrañas reacciones de su amo, quien sordo en sus pensamientos ignoró a su mascota.
-No de nuevo. ¡Vámonos, Antemort, tenemos que arreglar ésta!
Y en la libélula arrancaron camino a hacía ninguna parte. Entre discusiones y dudas de ambos compañeros, regresaban a veces al mismo lugar. Pyros no tenía idea de a dónde ir, o qué hacer. Y cada vez que decidía algo, Antemort le hacía cambiar de opinión a su delicada voluntad.
Confundió el brillo verde de la dichosa estrella con Venus y volaron hacia el planeta, pero al acercarse lo suficiente para percatar su equivocación, Pyros Étselec, preso de la vergüenza, el miedo y la duda, quiso vengarse de la maldita diosa.
Se estacionó en un asteroide cercano. Sacó el rifle de su estuche, y apuntó al gran círculo verdoso.
-Ahora sí, Venus, no tienes escapatoria –mencionó confiado, pues aquella temporada era en la que el planeta se alejaba más de la Tierra. Pero al observar por la mira y descubrir a una mujer observándole, no pudo sacar el fuego lazulita por sus ojos, y empezó a llorar.
La proyección de la mujer apareció detrás de Étselec, sin decir palabra, sin dejar de verlo. Pyros sintió su presencia, volteó bruscamente hacia ella y le apuntó con el arma.
-¡Tú, Afrodita! ¡¿Por qué me has maldecido con tus hechizos, bruja del diablo?!
-Yo no te he hecho nada, Pyros. No soy la razón de tus acciones –respondió con voz sutil y suave, como la cresta del mar.
-Pero sí del sentimiento. ¡Quítamelo o te juro que te mato! –le amenazó subiendo su rifle, apuntando con la mira a su corazón.
-No puedes –le respondió confiada, acercándose–. Tienes herencia de las estrellas, sabes lo que soy, a pesar de verte humano.
-Eres desgracia, ceguera, mentiras... Eso eres.
-No, y lo sabes. Lo sabes. Siempre, desde tu nacimiento, todo lo has sabido. Es distinto que quieras o no recordarlo...
-¡Calla! –Gritó furioso, subiendo su arma y pisando su propio fuego– ¡No quieras confundirme!, cómplice de los Buscadores. No me engañes ni me mientas...
-No lo hago –se acercó más, alzando su brazo a la altura del rifle, pero sin miedo ni duda, sin temblar como en ese momento temblaba Étselec–. Tú te confundes solo. No me culpes.
-¡Basta!
La diosa tocó el arma, bajándola con cariño, con sutileza y tolerancia. Étselec, con lágrimas apagando su fuego, se arrodilló en su indignación. En verdad era imposible matar a un dios de lo abstracto.
-¿Por qué me enamoraste de él?
Allí esperaron un momento. Con Venus consolando al mestizo, y el mestizo llorando su pena. Su rifle se ahogó en sus lágrimas por demasiado tiempo, y se descompuso para siempre.
-¿Qué hago? –Preguntó por fin, con la voz ronca y entrecortada. Pero la diosa no dio respuesta.
Se levantó, sintiendo un gran cosquilleo en las piernas, en su espalda. Estaba seco, el río de lágrimas se lo llevó Afrodita al mar de los humanos.
-Le mostraré que he cambiado –se respondió a sí mismo caminando con dificultad, con Antemort siguiéndole.
-¿Y cómo vas a hacer eso? –le preguntó la diosa del amor, levantándose también.
Étselec miró a la luna, descubriendo el tiempo que había desperdiciado sus lágrimas. Un ciclo de Venus, o quizás más, el tiempo necesario para que las quemaduras del satélite se transformaran en manchas negras de un conejo triste. Regresaron al lugar donde el viaje dio inicio, pero esta vez, mucho más cerca del satélite y su Tierra. Se dio cuenta de que aquel asteroide en el que estaban era el B-64.
Sintió su mirada, la de la Luna, pero sin rencor ni odio. No, eso jamás, ofendería a la diosa Venus estando tan cerca.
Pyros pidió perdón, y de inmediato supo de alguna forma que la Luna lo aceptaba, tanto su lamento, como sus ideas.
-Llamando su atención –respondió al planeta, levantando sus brazos hacia la Luna. Tomó aire, respiró profundo. Sintió su sangre lava-ardiente, su energía correr por sus venas y llegar para concentrarse en sus manos. Respiró profundo. Ahorró fuego celeste y lo lanzó hacia la luna, pero diferente a la primera vez. Ahora fue con suavidad y ternura, con delicadeza y armonía. Formó en el satélite una flor de loto azul neón y dejó que ésta brillase como nunca.
-¡Mírame! –Gritó al cielo–. ¡Te alcanzaré, tenme paciencia!
Venus sonrió y dejó desaparecer el reflejo de luz que creaba esa presencia que los griegos interpretaron alguna vez como un dios.
Pyros Celeste dio todo el fuego de su alma, dejándose caer agotado al suelo.
-Esto está mal. Dime, ¿qué vas a hacer cuando Éoz se dé cuenta de que cambiaste de bando? –Preguntó su Tormenta acercándose en forma de Antemort.
-Buscaré la luz, buscaré la cura y encontraré a Nelumbo Nenúfare.
ESTÁS LEYENDO
Étselec y el Mal de Athenas
FantasyXD ok, éste es un extraño experimento de cuento largo que tengo desde hace tiempo. Espero les guste. Y pues, sólo quiero que sepan que esta historia es MUY importante para mí. Disfruten :3 XD ((((((Pd: Si hago modificaciones, no les hagan caso xD...