Capítulo 1

1 1 0
                                    





        Hacía ya un tiempo que no la veía, Clara Bairoa no veía a Elena desde hacía unos años. Un día eran uña y carne y al otro nada. La marihuana que había comprado seguía esperando en aquella teja, escondida, esperando a ser prendida. ¿Seguiría ahí? Que va, seguro algún saco de huesos la encontraría de casualidad, mientras sus escuálidas manos se sujetaban de las tejas. El Pocito, descampado de sueños rotos, de llantos ahogados en Beefeater, con limón repleto de insecticida. Lo que supuestamente debió ser un parque fue reclamado por los inútiles despojos de la humanidad. Mientras los niños buenos estudiaban, los malos se saltaban los muros de sus institutos, se sentaban en los bancos y se pasaban los porros como si fueran hojas de exámenes, folios en blanco. Sí, de hecho estaban en blanco, pero no las hojas, sino sus orificios nasales. Y antes de percatarse y detenerse, seguían. Algunos con motivos, ser maricón y que tus padres no te acepten, ser una gorda que ,por más que se meta los dedos hasta el esófago, sigue tragando, ¿que tu padre viola y pega a tu madre? Es el ticket de oro para entrar en este club. Mientras que otros lo hacen por despecho, por no querer mover ni un solo dedo, a no ser que sea para liar un porro. Si te vas a matar, al menos, ten un motivo. Si tu vida no es así, mejor no aparezcas por ahí. Clara no podía quitarle los ojos de encima, era una colilla. ¡Qué ganas de darle una calada! ¡Qué ganas de sentir como el alquitrán cubría su lengua! Después sentir como el monóxido de carbono salía de su boca, como si fuera el tubo de escape de un coche, experimentar como la nicotina destruía sus pulmones, tal y como el insecticida a las hormigas, y el humo recorriendo su garganta, como si fuera una cascada de amoniaco que terminaba en su corazón. Lobotomía punzante desde su nariz hasta su cerebro, un dolor que relajaba. Sacó el mechero, y encendió la colilla, depositó el arma entre sus dientes e inspiró desesperadamente, cuanto más inspiraba, sus ojos más se entrecerraban, orgasmo instantáneo, para ella los cigarros valían más que los chicos. Lo normal sería, con su edad, prepararse para acabar su tercer año de instituto, pero Clara no era corriente. Al llegar a casa no le esperaba su mamá con la comida hecha, su papá no llegaría de trabajar y ayudaría a su mujer con las cosas de la casa. Clara al poner un pie en casa se encontraba con Mónica, la novia de su padre. Una fulana inútil que ni siquiera sabía hacer la o con un canuto. ¡Pero bien que se los fumaba! Al llegar papá el salón se hacía inhabitable, el oxigeno salía por la ventana, y todo lo que expulsaban esos hijos de puta era contaminación, efecto invernadero. La cocina retrato de la putrefacción, el musgo entre las lozas, el cuerpo en descomposición de la guarra de su madre. Al empezar a dar olor la metieron en el congelador. Mecía las agujas que su hijo le daba, mientras que a la pobre Clara la mecía el llanto y la desesperación, de no tener ni idea de lo que pasaba en su casa. A él se lo llevó el Sida, el bello rostro de un chico joven y con futuro, se vio corrompido por un polvo de cinco segundos. Se encerró en su habitación, para que nadie viese como su rostro comenzaba a aparentarse a una calavera, y su cuerpo al de un esqueleto, que más tarde sería colgado del ventilador de techo del salón. Aquel día Clara había llegado del instituto. Lo primero que vio fueron los pies. Luego siguió la ruta del esquelético cuerpo del que un día había sido su hermano, hasta llegar a lo más horroroso, su cara. Un triangulo invertido, de un gris sucio. Las cuencas de sus ojos estaban oscuras, sus labios agrietados y mojados, de su boca salía saliva roja. En la mesa redonda estaba el culpable. Una botellita de cristal con una etiqueta que decía ¨Bébeme.¨ Su cometido lo cumplió, hizo tan pequeño su corazón que no pudo seguir latiendo. Al empujarla se dio con la puerta en las narices. La encerró en su cuarto, y aunque deseó no poder escuchar nada, aquella pared no era lo suficientemente ancha como para acallar los gritos de su madre. Su padre había averiguado qué era su hijo, y que secreta adición compartía con su madre. Clara se metió en la cama, se tapó la cara y comenzó a sonreír, diciendo para si misma que todo iba bien. Que su hermano estaba en el cielo, y le pidió a Dios que la llevará con él. De tanto apretar los dientes, al sonreír, hizo sonar chasquidos. De un fuego que se prendía en la cocina, de una discusión tan acalorada y desenfrenada que no traería más que desgracia. Y vaya que si la trajo, incidente lo bautizó el hijo de puta. Hizo tanto calor en aquella cocina que el lado izquierdo del rostro de su madre quedó calcinado, y su corazón hecho ceniza, descansaba en el congelador. Estaba sola en el mundo si hablaba, o peor, su cuerpo también descansaría en el congelador. Decidió cerrar el pico. Él trabajaría, le daría de comer, y ella callaría. Habían pasado dos años. Con la muerte no se debe bailar, pues puede que te pise el pie, y si lo hace no hay más baile. Elena había muerto hacía dos años, y desde que no se metía aquella aguja en el brazo no volvió a hablar con ella y mucho menos a verla. Aunque era extraño, pues cuando la podía ver, a Elena, lloraba, y bien es sabido que los fantasmas no pueden llorar. 

Una CaladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora