Un año después la luna llena brillaba en el cielo.
En una cabaña los dolores de parto de la mujer se volvían cada vez más intensos. Pronto tendrían en brazos al hijo que tanto habían esperado ella y su marido.
La partera llegó, al cabo de unas horas por fin el niño nació. Un niño blanco.
-He aquí el fruto de tu infidelidad -dijo la partera a la mujer.
-¿De qué hablas? -preguntó la mujer a la partera y ésta le mostró al niño, la mujer palideció.
El hombre entró a la habitación para conocer a su hijo, pero ¡oh sorpresa la que se llevó! El niño era blanco, como la luna. Ni él ni su mujer eran blancos, eran zíngaros, de piel morena. Aquel niño no era suyo, su mujer lo había engañado no había duda de ello.
-Fuera -ordenó a la partera, y ésta se marchó-.
-Yo no...
-Maldita traidora -dijo el hombre tomando una daga con la cual mató a su mujer, cuyo cuerpo partió en pedazos y esparció por el bosque.
En la cabaña, el niño no dejaba de llorar.
El hombre, tan impulsivo en ocasiones, ahora se encontraba arrepentido de sus acciones. ¿Qué pasaría con él niño? La paciencia de aquel hombre pronto acabaría.
La luna brillaba ahí fuera en todo su esplendor, a lo lejos se escuchaban los lobos. Y ahí, en el lugar donde el hombre y la mujer se conocieron, el niño se encontraba ahora abandonado.
-Tranquilo -dijo la luna, y el cielo, tan brillante hasta hace poco, se oscureció-, tranquilo pequeño, ya estás conmigo -dijo la luna mientras lo tenía en brazos-, ellos te protegerán, hijo mío -dijo ella, y una manada de lobos hizo su aparición en aquella fría noche.