Una novela de Alejandro Párraga

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LA ORDEN VOYNICH, una novela de Alejandro Párraga.

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A MODO DE PENETRACIÓN

Con tan sólo treinta y tres años, hacía mucho que los días habían dejado de tener para mí aromas individuales. Un gran vacío se había adueñado del lugar dónde debía estar mi corazón, obligándome a padecer una existencia carente de sentido. El mundo resultaba algo vaporoso, una débil isla de luz flotando en una vasta oscuridad tejida por un destino tercamente encaprichado con mofarse de mi persona… 

Gran parte de la realidad me pasaba desapercibida, conservando únicamente retazos, fragmentos sin pies ni cabeza que aumentaban la vulnerabilidad de mi maltrecho equilibrio, sacudiendo ferozmente el alambre de la cordura, ése sobre el cual me costaba, cada vez más, sostenerme.

Todo parecía haberse sumergido en una tremenda nebulosa de anodino aburrimiento… 

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 PRIMERA PARTE:

 “DONDE SE CUENTAN LAS APÓCRIFAS INDUSTRIAS QUE HUBO DE REALIZAR EL RETOZÓN DESTINO PARA CONSEGUIR INVOLUCRARME EN ESTA NOVELA

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CAPÍTULO PRIMERO. “UNA VIDA CON GOTERAS”

Cuando el teléfono sonó por primera vez aquella noche, me sorprendió tumbado en el sofá, contemplando el techo, tironeándome la entrepierna, igual que si quisiera extraer música de ella, y filosofando acerca de lo variable que puede resultar la duración de un minuto para un sujeto dependiendo del lado de la puerta del baño en la que se encuentre. Al segundo tono, dejé escapar un eructo, ni vinoso ni de vómito, sino más bien ferroso en su esencia básica, con armónicos indefinibles de putrefacción avanzada. Luego, miré el reloj: eran algo más de las dos de la madrugada, demasiado tarde para que fuesen buenas noticias. 

El aparato se desgañitaba por sexta vez cuando, ignaro de mi truculento destino, me decidí a responder.  

- ¿Sí?

Un espeso silencio resultó ser la única respuesta que llegó del otro lado de la línea. Durante unos instantes barajé la posibilidad de que se tratase de un pervertido, alguno de esos degenerados que se dedican a llamar a números al azar a horas intempestivas y aprovechan los segundos que su interlocutor está al otro extremo para masturbarse. La idea me excitó, y a punto estaba de colocarme yo a la faena cuando una voz ronca inquirió:   

- ¿Oiga?  

- ¿Quién es?- pregunté, no sin fastidio. He de confesar que odio que me dejen a medias…  

- ¿Oiga?- repitió el sonido de aquella afónica voz.

- Le escucho- afirmé rotundo. Luego, añadí-. ¿Quién es?

- ¿Es usted Polauster?- indagó la voz, ignorando con descaro mi curiosidad- Quisiera hablar con el señor Polauster.

- Aquí no hay nadie que se llame así- negué, tajante.  

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