Ascenso al infierno

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           La puerta del ascensor está cerrándose, arranca en una ligera carrera que con sus tacones se convierte en unos saltitos casi imperceptibles, le da al botón, consigue que se abran las puertas y las caras la miran aterrorizadas. Está abarrotado y deberá esperar al siguiente. Es entonces cuando percibe que la figura inmóvil y siniestra que está a su lado, es su jefe, el Vicepresidente.

        —Buenos días, don Anselmo —le saluda con cortesía, pero ni se molesta a dirigirle una sonrisa, ni tan siquiera una mirada. ¿Para qué? Nunca ha mostrado ni el más leve gesto de humanidad, ni siquiera cuando gana su equipo favorito, ese del que se vanagloria de ser amigo personal del presidente.

        —Buenos días, Fabiana —contesta él. Como si en lugar de haber sido su secretaria durante los últimos quince años, no fuera más que la mujer de la limpieza y su saludo fuera un mínimo gesto de educación.

        Fabiana pulsa el botón de la vigésimo cuarta planta, la última del botonero. El ascensor se detiene en la planta tres. Don Anselmo chasquea los dientes.

        —Buenos días —saluda una chica de ventimuchos, vestida con un traje chaqueta color gris marengo, un pañuelo Hermés en el cuello con cuadrigas doradas cabalgando hacia su destino sobre un fondo añil.

     —Buenos días —contesta don Anselmo, esta vez sí mirándola a la cara—. ¿En qué departamento trabaja Ud.?

        —Permítame que me presente —contesta directa y sosteniéndole la mirada, mientras le tiende la mano y añade—. Mi nombre es Estela de los Ríos Cabeza de Vaca y estoy en el departamento de Control de Gestión, superviso los ingresos de la unidad metalúrgica para asegurar que se cumplan los objetivos.

        Don Anselmo estrecha su mano, satisfecho. Han llegado a la octava planta, donde Estela les da un lacónico “que pasen un buen día” y sale aliviada del ascensor. Se cruza con Jaime, el de contabilidad, que sin darse cuenta de la mirada de advertencia de Estela, se cuela en el último segundo en el ascensor.

        —Buenos días —titubea Jaime al entrar y descubrir al todopoderoso Vicepresidente.

        —Buenos días, Jaime —le contesta Fabiana tratando de animarlo. Jaime entró en la compañía el mismo año que Fabiana y sabe que es un hombre afable y muy tímido. Solo abre la boca cuando se habla de música, ya sea Purcell o Winton Marsalys, pero su exquisita sensibilidad ha conseguido arrastrar a la pasión por la música a más de un brutote de la oficina. Por lo demás, está escondido en un rincón del departamento de contabilidad y, aunque es la mano derecha del Director, nadie tiene muy claro a qué se dedica exactamente. Tampoco él sabría explicarlo: encontrar la fórmula para llevar al activo una operación desastrosa, camuflar delante de los auditores ingresos que todavía no son ciertos, crear sociedades ficticias para esconder pérdidas y, en general, proporcionar los detalles que hacen que la creatividad financiera se materialice.

        —Buenos días —contesta don Anselmo, mirándolo a los ojos—. ¿En qué departamento trabaja Ud.?

        —En Contabilidad, señor —balbucea Jaime.

        —¿Y a qué se dedica? —don Anselmo formula la pregunta fatídica.

        —A contabilizar, señor— contesta Jaime consciente de que acaba de firmar su sentencia.

        La empresa está en pérdidas, Jaime conoce perfectamente la situación y los intentos que se están haciendo para renegociar la deuda. Pero los bancos, como suele ser habitual, han pedido una reestructuración y ésta pasa por vender algunos activos “no estratégicos” y, por supuesto, un ajuste de la plantilla.

        Desde hace unas semanas, cada vez que don Anselmo se cruza con alguien en el ascensor, le pregunta a qué se dedica y si la respuesta no es satisfactoria, esa persona pasa a engrosar la lista de los despidos. Según el criterio de don Anselmo, si alguien no es capaz de explicar cuál es su valor añadido para la empresa, significa que es totalmente prescindible.

        Jaime se baja en la planta diecinueve. La mirada triste y la cabeza baja. Ni siquiera su poderoso jefe va a poder salvarle de ésta, también él teme a don Anselmo. Sus compañeros ya le habían advertido, “no cojas el ascensor”, pero por su arritmia tenía que valorar entre el riesgo de coger el ascensor o el de morirse para llegar a su puesto de trabajo. Fabiana se queda pensativa. Conoce a Jaime desde que ambos entraron como becarios y han intimado desde que su marido, cardiólogo, lo trata de su arritmia. “Este hombre no tiene corazón, ni criterio.”

        Fabiana y don Anselmo llegan a la última planta. Se bajan del ascensor y se dirigen a su despacho.

        —¿Le traigo el café? —pregunta rutinariamente Fabiana, mientras le deja el diario encima de su escritorio de caoba.

        —Sí, gracias. Y tráigame el expediente del tal Jaime.

        Son las nueve en punto y se siente satisfecho por haber tomado la primera decisión del día. Convencido de que está haciendo un gran servicio a la empresa y, por ende, a la humanidad. Abre distraídamente el periódico económico; al llegar a la quinta página, una pequeña noticia le acelera el corazón: “GE se desprende de su unidad metalúrgica”.

        Lleva meses negociando esa operación, la venta de su división metalúrgica a General Electric les hubiera sacado de apuros y permitido negociar con los bancos en mejores condiciones. Ve ahora cómo la empresa se verá abocada a aceptar la oferta de una firma de capital riesgo. ¿Qué será de él? Llenarán el Consejo y la dirección de la empresa de ejecutivos jóvenes formados en empresas de inversión, que no entienden nada del negocio de verdad.

        Empieza a sudar con profusión. Se ve prejubilado, perdiendo todos sus privilegios, su silla en la CEOE, los almuerzos con ministros. Siente una ligera opresión en el pecho y empieza a marearse, sus pensamientos se enturbian. Intenta levantarse para coger el móvil que se ha dejado en la americana.

        Fabiana entra en el despacho con el café y encuentra a don Anselmo tirado en el suelo.

        —¿Se encuentra Ud. bien? —acercándose a él para comprobar si está consciente—. Voy a pedir ayuda, intente respirar lentamente.

        Fabiana sale del despacho cerrando la puerta cuidadosamente, recuerda lo que siempre les dice su marido a los pacientes “Cuanto más pronto obtenga ayuda de urgencias, menos daño sufrirá el corazón.”

        Se sienta en su mesa y saca una lima de uñas.

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