CAP 01 - ALGO QUE PERDER

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SARA CECILIA
Hacía dos días que me seguía un perro, se llamaba Cascote. No era de nadie, pero casi todo el barrio codiciaba su amor puro. Quizás por eso, para impedir que alguien se lo adueñe y que el concepto humano de libertad atente contra el animal, algún anónimo había hecho correr la frase: "Cascote va donde lo necesitan". Y La repetíamos como ley, defendíamos el mandato con odio indiscreto en la mirada, para incomodar a quienes intentaban persuadir de más al perro. Recuerdo que aquella noche tenía gripe, y lo correcto hubiese sido quedarme adentro bebiendo algún mejunje sanador frente a la TV. Pero era viernes, y mi espíritu más niño que mi piel, necesitaba un paseo por las peatonales repletas de jóvenes risueños. Combatir con las luces de los bares a las nubes adueñadas de los astros. Rodearme de colores y de música. Oír el soul de los cafés de los amantes, el rock filtrado de las ventanillas de los sótanos, el reggae de los artesanos frente a las persianas bajas de comercios, y otras canciones ruidosas a las que perdono porque de seguro hacen feliz a alguien. Me emponché hasta los ojos, con sobretodo y unas quince vueltas de mi bufanda preferida. En el escaloncito de la puerta Cascote me esperaba bajo una llovizna benigna. Tener al perro en la contemplación nocturna, para una mujer de mi edad, era como tener un súper poder. Podría extenderme hasta la plaza, pasar entre los besos de los bancos a la sombra y buscar el olor de la fuente. Que cuando el aire fluía limpio del hedor a orina de las ligustrinas, podía llevarme a mi niñez. Así es que salimos a pasear, y la caminata fue maravillosa. Luego, como alarma de retorno, el cansancio me invadió las piernas. "Vamos Cascote" dije. Pero el perro, que en ese sentido era bastante gato, continuó la marcha más allá de la fuente y de la plaza. Yo, que ya estaba lejos de casa y prefería volver acompañada, decidí seguirlo. En el peor de los caso tomaría un taxi. Fobos está dividido por un rio. Llegamos hasta el puente que conecta ambos lado de la ciudad. Viernes a la noche, el mejor momento de la semana. Y allí estaba el idiota de Astor Ricci parado en el barandal, a punto de saltar al agua. Lo primero que lamenté fue mi ignorancia en el uso del teléfono celular. Podría haber registrado para casi siempre aquella escena, la silueta del músico más conocido de la ciudad, con los pelos latigueando al viento helado, bajo el cielo encapotado e infinito, teñido de naranja por las luces del lado B de Fobos. Pero al no poder tomar la foto, hice caso a mi moral y le grité. —Bájese de ahí viejo ridículo. —Y Cascote dio un par de ladridos, en los cuales sospecho gritaba lo mismo que yo. El tipo era poeta, se notaba en sus canciones, y de seguro había visto esta escena en varias películas. Pero ni el puente ni el rio de Fobos eran lo suficientemente malignos como para matar a alguien. —Váyase, déjeme en paz. —Me gritó. Con el perro nos acercamos. Me crucé de brazos sobre la baranda junto a sus pies y lo miré desde abajo. —En mi adolescencia estaba de moda tirarse por diversión. ¿Por qué saltará usted hoy? —Pregunte. —No tengo nada que perder. —Respondió sin ganas, y sin apartar la vista del aire frente a su nariz. —Soy Sara Cecilia. Vengo de la peatonal, está hermosa. Arrastré toda la noche un antojo de Cappuccino, vuelva conmigo y compartamos una mesa. Si no lo convenzo de que aún hay algo que perder entonces puede tirarse. Si no es mucha molestia, antes enséñeme a poner la cámara en el aparato este. — ¿Qué tiene de hermosa la peatonal? —Preguntó y bajó de la baranda. Ahora podía verlo mejor. Astor Ricci siquiera se había presentado por que no hacía falta. Todos lo de mi generación habíamos crecido escuchando sus canciones. Estaba viejo pero conservaba la presencia. Yo tenía 66, así que él debería de tener como 100 años. —La peatonal está llena de vida, la víspera de la pasión de gente que esta noche hará el amor. Y hay clanes agrupados por ahí, cada uno con sus particularidades. Punks, estudiantes, deportistas, simples y ricachones. —Le dije con mi lengua floja. — ¿A qué clan perteneceríamos nosotros? —Preguntó sin siquiera mirarme, tenía los ojos puestos en Cascote que meaba por ahí. —Al clan de los solitarios. —Le respondí a él y a mí misma. —Usted gana Sara, no voy a saltar. Sin embargo en el clan de los solitarios no hay lugar para dos, sálgase y comparta la mesa con otro. Le agradezco el duelo de palabras. Adiós, volveré a mi casa. —Dijo decisivo. —Podemos volver juntos, vivimos en el mismo barrio. A sólo una cuadra de distancia. —Él no lo sabía. —Vaya usted, yo daré la vuelta entera a la ciudad. —Me dijo y siguió cruzando el puente. —Toco el piano. —Confesé ridículamente, como queriendo demostrar que pertenecíamos a algún tipo de mundo en común. —Ha, entonces es usted. Creo haber oído alguna vez un piano a una cuadra de mi casa. —Saludo con la mano desde la distancia y Cascote lo siguió. —Por favor, llévese a su perro. —Me gritó. —No se preocupe por él, Cascote va donde lo necesitan. —Le dije enojada, un poco porque el egocéntrico siquiera sabía sobre Cascote y las leyes del barrio, y otro poco porque debía volver en taxi.         

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