Recomendación: vuelve a leer la anterior parte
Aunque te advierto que no creo que consigas hacerme cambiar de idea acerca de “las mierdas del mundo”, como las llama él.
Así pasábamos los días, conversando, siempre riendo y en unas pocas ocasiones también llorando. En verdad quien había llorado algunas veces fui yo y ella había tenido que consolarme. ¡Increíble! Es que me costaba demasiado verla en esas condiciones, ser testigo de su degradación física. Mi amigo Oscar enfrentaba los pormenores de la enfermedad de Natalie con aplomo. Después del shock inicial, había logrado recuperarse y se había armado de fuerzas, valor y energía para acompañarla las veinticuatro horas del día con buen ánimo. Siempre con su estilo, claro. Se había propuesto cuidar de Natalie y hacer todo lo posible para que se sintiera bien, por lo que interceptaba todo aquello que pudiera hacerle daño. Ella decía que lo que más necesitaba era normalidad. —Ya que esta enfermedad me cambió la vida, que por lo menos no cambie a mi familia y amigos. No quiero estar rodeada de desconocidos. Quiero que todos sean como son y ser tratada como siempre —pedía. Pero no es fácil relacionarse con alguien que está pasando por una situación tan dramática. La mayoría de las personas nos volvemos torpes o inadecuadas en estos casos. Es nuestro modo de defendernos ante el misterio del sufrimiento y la muerte. Por eso Oscar frenaba a los que le empezaban a lanzar frases motivadoras, se ponían pesados con recomendaciones y consejos sobre tratamientos y terapias alternativas, contaban lo que le había hecho bien al primo del tío de un amigo o insistían con que probase apio o gusanos fritos que tenían propiedades sanadoras y desconocidas. Tampoco aceptaba miradas lastimosas o condescendientes, y menos que se pusiesen a llorar frente a Natalie. En esos casos, él mismo se encargaba de pedirle a la persona en cuestión que fuese a llorar a otro lado o que se guardara la compasión para otros.
Lo cierto es que pese a tantos cuidados y precauciones, cuando las sesiones de quimioterapia terminaron, la luz de Natalie estaba bastante baja y los cambios que había experimentado su cuerpo eran ya demasiado notorios. Queríamos pensar que su mal aspecto se debía al tratamiento y al suministro indiscriminado de drogas poderosas, pero los resultados de los análisis que le hicieron poco después, para determinar si se había conseguido al menos detener la enfermedad, no fueron nada alentadores. No tengo remedio: me empeño en darle vueltas al asunto incluso cuando lo cuento. No es que los resultados “no fueron nada alentadores”. Fueron malos. Pésimos. El cáncer no solo no se había frenado, sino que había seguido avanzando, agazapado, como una hiedra venenosa. —No se lo podemos decir —dijo enseguida el padre de Natalie cuando el médico nos dio la noticia. El hombre se veía devastado. Tenía la cara lívida y sus pocas arrugas se habían transformado en surcos profundos que daban relieve a su sufrimiento. —Claro que se lo tenemos que decir —le dijo Oscar con toda la suavidad de la que era capaz, pese a que parecía apenas poder respirar. Yo conocía a mi amigo y sabía que estaba esperando estar a solas para desmoronarse. No iba a hacerlo delante de todos los demás. No esta vez. Durante este tiempo, para sostener a Natalie, Oscar había aprendido a mantener sus emociones acuarteladas—. Recuerda que se lo prometimos. Ustedes y yo. Cuando esto empezó, le juramos a Natalie que no le mentiríamos, por más difíciles y duras que fuesen las noticias. Ella tiene derecho a saber la verdad —agregó. —¡No te das cuenta de que es anunciarle que está condenada a muerte! —repuso el padre de Natalie con angustia, tomándose la cabeza con las dos manos y cerrando los ojos con fuerza para borrar la escena de pesadilla.
—Oscar tiene razón. Debemos decírselo. Es lo mínimo que podemos hacer por ella —dijo la madre, que tenía la cara anegada en lágrimas y se tomaba el cuello conteniendo un aullido de dolor. Por un rato nadie más pudo decir nada. Permanecimos en un largo silencio mortuorio. Yo no podía dejar de hacerme preguntas: cómo se lo íbamos a decir a Natalie, qué haría ella con sus días y sus noches ante un pronóstico tan desfavorable, y sobre todo, qué haría Oscar si ella moría, cosa que iba a suceder. El médico nos había dicho que todo lo que quedaba por delante eran cuidados paliativos, no curativos. Nuestro único rol era ser testigos, acompañar y esperar. El padre de Natalie tenía razón: era una sentencia de muerte. Como nadie podía decírselo porque no encontraban ni las palabras ni el modo, terminaron por acordar que lo más adecuado era que el doctor le diese la noticia a Natalie de la mejor forma posible, si es que había una. Frente a la muerte, la mayoría de los enfermos terminales se aferra a la vida con desesperación. Prefieren incluso mantenerse ignorantes de la gravedad de su situación, esperando el milagro que por lo general no llega y fingiendo creer las mentiras piadosas que quienes los rodean se empeñan en contarles. Natalie respondió a la regla, en muchos momentos, estoy seguro, para no verlo sufrir a Oscar y a todos los demás. Por eso cuando el médico le hizo saber lo difícil y despareja que se había vuelto la batalla contra la enfermedad, siguieron hablando en términos militares de realinear tropas, buscar nuevas armas y ganar tiempo sobre el enemigo para enfrentar el fracaso, sin pronunciar en ningún momento la palabra muerte. Aunque, estaba claro que solo era cuestión de tiempo.
Cuando el médico salió de la habitación, Natalie no hizo ningún comentario. Se quedó hablando un rato con Oscar, sus padres y sus hermanos de cualquier cosa, y después les pidió que salieran para hacer pasar a los muchos otros familiares, amigos y compañeros de trabajo que ese día habían ido a visitarla. Había tanta gente que ella incluso hizo la broma de dar números y fijar tiempos, “como hacen las estrellas de Hollywood con los periodistas cuando presentan una película”. —No es necesario que los recibas a todos, Natalie. Si les digo que estás cansada y que vengan mañana u otro día, van a entender —insistió Oscar. Ella se incorporó todo lo que pudo en la cama y se acomodó el pelo para luego decir con voz firme: —No, hazlos pasar. Quiero verlos. Se han tomado la molestia de venir hasta aquí, y además, todo ese amor es la gasolina que necesito para vivir. Pasaron varias horas y decenas de familiares y amigos por la habitación, hasta que por fin Natalie y Oscar se quedaron a solas. —Bueno… ¡levante la mano quién tiene un cáncer que la ama demasiado y quiere tomarla por completo, hacerla suya, de aquí a la eternidad! —dijo de pronto Natalie con tono juguetón. Oscar, que se había sentado en el sillón que estaba junto a su cama, dio un respingo y exclamó con tono indignado: —¡No! Te pido que no hagas eso… —¿Que no haga qué…? —Lo que haces siempre: eso de tomarte las cosas de la mejor forma, como si esto de una u otra forma fuera a estar bien… —Ya sé que no va a estar bien —agregó ella con suavidad, mirando a su novio con preocupación.
—Natalie, este no es uno de nuestros estúpidos juegos en los que tú ves el lado positivo del mundo y de la vida, y yo veo solo lo negro y la realidad más cruda. No esta vez. —Nuestros juegos nunca me parecieron estúpidos, mi amor. Y lo que sé es que esta vez me tocó a mí, como otras veces les tocó a otros. Tan simple como eso. Sigo creyendo que todo pasa por algo… —Sí, y ese “algo” es sencillamente que el mundo apesta. Cuando crees que no puede apestar más, pasan mierdas como esta… no es justo —dijo Oscar con un enojo que iba convirtiéndose cada vez más en angustia y dolor. —Lo sé… Es una mierda. Lo admito. Sé que no hay ninguna cura, que voy a morir. Pero también sé que la vida es frágil y puede ser efímera, y que la nuestra ha sido además muy bella, y eso es una bendición. Hay quienes no tienen esto que tenemos nosotros ni en cien años. Debemos aceptarlo, mi amor, y aprovechar cada instante que nos queda —afirmó Natalie, estirando los brazos e invitándolo a acercarse. Oscar se puso de pie. —No es justo —repitió él una y otra vez ya entre lágrimas, inclinándose sobre la cama y abrazando a Natalie con desesperación. Así se quedaron los días y las noches que siguieron: juntos, abrazados, besándose, conversando cuando podían, los ojos de uno en los ojos del otro, mientras paralelamente y en forma progresiva la salud de Natalie iba desmejorando. A la desesperanza e impotencia ella les hizo frente con el inmenso amor que sentía por Oscar y todos nosotros; nos regaló su compasión, sus palabras justas, sus caricias tiernas. Una de las últimas cosas que nos dijo fue que se visualizaba sana y fuerte, envuelta en una luz azul que la llevaría hacia las estrellas, y que allí iba a estar esperándonos, pero que no nos apurásemos, que no había ninguna prisa. Era mucho lo que debíamos hacer antes. Yo acompañé a mis amigos estando siempre cerca, con una desesperante impotencia, sabiendo que nada iba a poder hacerlos sentir bien ni mejor. Hasta que finalmente lo peor sucedió. Y ahora se trata de Oscar, de cómo ayudo a mi amigo para que no muera en vida.