Treinta conejos desaparecidos, uno por día, todos los días, durante un mes. Era como si se hubiesen desvanecido, uno a uno, como si jamás hubiesen existido. A veces, Leo se daba cuenta de que faltaba uno por la mañana, otras veces, durante la tarde, y otras, inclusive, por la noche. Era el misterio más grande con el que se había encontrado jamás, ya no sabía qué hacer. Últimamente, había empezado a dormir con los conejos, pero no podía pasar todo el día con ellos, tenía otras obligaciones y no quería que nadie sospechara lo que estaba pasando, estaba seguro de que lo iban a acusar, después de todo, era su responsabilidad.
Leo era un joven pobre, un sirviente que trabajaba para un estanciero muy acaudalado. Su única tarea era cuidar de los animales: vacas, caballos, ovejas, cerdos y, por supuesto, los escurridizos conejos. Durante sus años de trabajo, ya había visto animales desaparecer antes, pero no más de uno o dos, siempre por culpa de algún lobo hambriento. Nunca había ocurrido algo así, tan sistemático y ordenado, tan perfecto y preciso.
Los conejos estaban todo el día en sus corrales, encerrados, no podían salir por sus propios medios, era imposible, por más alto que saltaran o más pequeños que fueran, no había forma de que escaparan. Sería muy extraño que otro animal se los hubiese llevado, no había huellas ni rastros, no había restos de sangre ni huesos, nada. Tenía que ser una persona, alguien que conocía el lugar, que conocía sus movimientos y que, meticulosamente, esperaba el momento justo, cuando nadie lo viera, para entrar y llevarse un conejo. Tal vez fuera alguien hambriento en busca de algo para comer, era lo más lógico. Pero, por lógico que sonara, no tenía sentido.
Durante todo ese mes, Leo se obsesionó con la situación, pensó miles de opciones, armó trampas, señuelos, alarmas e, inclusive, intentó organizar una guardia rotativa con otros sirvientes, una guardia para vigilar a los conejos. Pero nadie le hizo caso, a nadie le importaba, eran su problema y de nadie más, su misterio personal, indescifrable, hasta hoy.
Parado en medio del bosque, con la mandíbula hasta el piso y el cuerpo paralizado, por fin, Leo había encontrado a sus treinta conejos, pero no era lo que esperaba. Los pequeños cuerpos de los animales lo rodeaban, algunos más descompuestos que otros, con sus blancas colas endurecidas por la sangre seca, sus intensos ojos rojos abiertos y sus cuellos degollados. Todos habían muerto de la misma forma, un delicado corte en sus gargantas, lo suficientemente profundo como para que la sangre brotara, lentamente, hasta matarlos desangrados. Nadie se los había llevado, simplemente los dejaron ahí, muertos, y se fueron. Fue gracias al desagradable aroma a cadáver que trajo el viento que Leo llegó a encontrar la horrorosa escena, perfectamente oculta entre los frondosos arbustos.
Desesperado, corrió hacia la casa principal, la enorme estancia del señor Roble, el dueño de todo, y, sin importarle lo que pensaran, se presentó en la puerta, dispuesto a ingresar. Pero sus guardias le prohibieron el paso.
-¡Es urgente!- les dijo, una y otra vez, subiendo el tono de voz, violentándose.
-Volvé con tus ovejas, granjero, este no es lugar para gente como vos- le dijeron en tono de burla, mientras se reían en su cara.No entendían la importancia de la situación, la urgencia. El señor Roble era un hombre muy rico, pero no había hecho su fortuna sin ganarse un par de enemigos, muchos más que un par, de hecho. Podía presentarse como un estanciero, pero no era más que una fachada, el señor Roble era un delincuente, un estafador, que había hecho daño a mucha gente. Era un hombre cruel del que se hablaba en susurros, un hombre al que todos temían. Leo estaba seguro de que los conejos degollados eran un mensaje macabro, una amenaza, y tenía que alertarlo.
Cualquiera cuestionaría su necesidad de defender a un personaje tan horrible. Algunos pensarían que era su sentido del deber, siempre demasiado intenso para su propio bien, o, quizá, que se había encariñado con su vida, por pobre y precaria que fuera, y no quería arriesgarla. Después de todo, ser sirviente era todo lo que conocía, sus padres lo habían sido antes que él y, cuando ellos murieron, él se hizo cargo de su trabajo. Esa era la única vida que tenía, sin el señor Robles, se quedaba en la calle.
Desanimado, decidió regresar más tarde, bajo el cobijo de la noche, y escabullirse a la casa. Estaba seguro de que podía trepar hasta la habitación del señor Roble sin ser visto, después de todo, ya era prácticamente invisible, demasiado insignificante como para ser notado. Solamente necesitaba un instante para hablar con él, para explicarle lo que sucedía, nada más. Pero el sonido de caballos interrumpió sus pensamientos y no pudo evitar distraerse cuando vio llegar un carruaje con Mabel, la joven esposa del estanciero.
Aunque no correspondía, Leo conocía a Mabel mejor que la mayoría, conocía sus pequeño cuerpo, demasiado delgado y consumido, conocía sus oscuros y sobrios ojos y conocía su sonrisa, tan extraña y poco usual en ella, que creía que nadie más la había visto. La muchacha, obligada a casarse con un hombre veinte años mayor, pasaba gran parte de sus días ocultándose en sus corrales, entre los animales, lo que le daba la oportunidad de conversar con él. Nunca se lo había dicho, pero Leo sabía que no era feliz, no solo por la sombra en su mirada o la tristeza en su rostro, sino también por las marcas en su cuerpo, moretones y golpes que intentaba esconder, sin mucho éxito. Leo no podía saber que pasaba dentro de esa casa, pero no necesitaba ser muy brillante para comprenderlo, el señor Roble era un hombre violento, en todos los aspectos de su vida.
Debería haber hecho algo, haberla ayudado, pero era imposible, él no era nadie. No le quedaba más que conformarse con ayudarla a olvidarse de su horrible vida cada vez que pudiera, de distraerla para que sonriera esa sonrisa que tan bien le quedaba y tan poco usaba. Esa era la verdadera razón por la que Leo necesitaba que el estanciero supiera de la amenaza, por Mabel, para protegerla, para que no fuera ella la víctima de una venganza a su marido.
Esa noche, tal como lo había planificado, Leo se escabulló, sigiloso y cuidadoso, entre las enredaderas de la imponente casa principal, y trepó hasta la ventana del señor Roble. Decidido y sin flaquear, miró hacia el interior, esperando encontrarlo a él y a su esposa dormidos en su cama, pero la realidad lo sorprendió. Acostado boca arriba y sumido en sus sueños, el señor Roble sí dormía, pero, junto a él, Mabel estaba sentada, iluminada por la luz plateada de la luna, con la vista perdida y un cuchillo en su mano.
Antes de que Leo pudiera procesarlo, Mabel se acercó a su esposo y, con un rápido y preciso movimiento, atravesó su garganta con el cuchillo. Sin poder emitir el más mínimo sonido, el hombre abrió sus ojos de golpe, mientras abundante sangre brotaba de su cuello, y comenzó a ahogarse, desesperado, sin poder hacer nada, suplicándole a su mujer con la mirada. Durante los segundos que le llevó perder el conocimiento, Mabel jamás dejó de mirarlo, directamente a los ojos, sin pestañar, sin perder la compostura, como hipnotizada. Hasta que el señor Roble emitió su último aliento y su cuerpo quedó inmóvil, empapado en su propia sangre, con los ojos y la boca aún abiertos, como sus treinta conejos en el bosque.
Con la misma entereza, aún sentada sobre su cama, la pequeña y frágil Mabel levantó el cuchillo cubierto por la sangre del estanciero y lo clavó en su pecho. Sin poder moverse, sin poder reaccionar, Leo fue testigo de como el cuerpo de la joven se desplomaba sobre su marido para no levantarse nunca más. Antes de que la luz abandonara los ojos de Mabel, por primera vez en su vida, Leo vio algo distinto en su sonrisa, algo nuevo, libertad.
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Treinta conejos
Short StoryLa misteriosa desaparición de treinta conejos en un lugar donde nada es tan simple como parece.