Se detuvo.
Había llegado al final de camino. Le había costado bastante subir la colina y estaba destrozado. Alrededor se acumulaban las hojas arrugadas y revueltas de los olmos de la rivera. El balanceo de sus delgadas ramas contrastaba con la inmovilidad y aparente ascetismo del hombre. Ni un solo ruido alteraba la quietud de la tarde. Delante de él, en la cumbre de aquella colina, se alzaba una pequeña choza de madera. Decidió que se trataba del hogar de la vieja que buscaba. En el pueblo le habían dicho que ella era muy buena con hechizos, encantamientos, pócimas y cosas así. No había duda de que era lo que buscaba.
Reanudó la marcha pausadamente, sin vacilar, como lo haría un felino silencioso. Sus facciones marcadas y delgadas recordaban al frío destello de una espada recién afilada. Su cabellera rubia, más larga de lo acostumbrado en él, se deslizaba por sus hombros hasta alcanzar la mitad de su espalda. Sus ojos, dos gemas inmutables, dos esmeraldas duras, brillantes, inalterables, ardían con un fuego que contrastaba fuertemente con la apariencia sosegada e inmutable de su dueño. En ellos se adivinaba una tristeza lejana, que parecía transpirar desde lo más hondo de su mirada.
Cuando llegó a la puerta de la choza, muy deteriorada, descubrió que estaba abierta. Entró a una habitación pequeña, poco acogedora y muy desordenada. A poca distancia, una anciana de cabellos blancos y revueltos estaba sentada en una silla destartalada. Empezó a hablar con una voz serena y suave. Un súbito estallido de miles de voces y recuerdos alteró la mente del hombre.
—Bienvenido al humilde hogar de la Sabia Anciana. Hace horas que te esperaba. —La mujer menuda, de avanzada edad, le ofreció asiento en otra desvencijada silla, contigua a la suya—. Sé a lo que has venido. Estás aquí para recordar tu pasado.
Él no dijo nada, solamente la miró, con su rostro envuelto en una máscara de fría determinación. Se sentó a su lado.
—Aquí estás, Dain, príncipe de las desgracias, aquél con quién el destino no deja de jugar. Eres el segundo hijo de Hanum II, rey del desaparecido reino de Mabaad, pragmático y justo monarca. Tu infancia transcurrió entre grandes honores y esplendorosos dones. —Ella recitaba aquello divertida, con un tono irónico y vacilante—. Fuiste entrenado para ser un gran guerrero y un fiel seguidor de tu padre. Lamentablemente muy pocos fueron los años afortunados en tu vida. Veo que la desdicha parece haber marcado tu vida desde el mismo momento en que abriste los ojos. Sí, eras apenas un adolescente cuando las ciudades de Mabaab empezaron a caer una a una a manos del enemigo del norte. Tu hermano mayor, audaz caballero, cayó en el campo de batalla. Y tu amantísima madre murió de pena. Todo ello provocó que su padre se sumiera en la más triste desesperación y se resignó a perder su reino sin hacer nada por salvarlo. Entre tanto, los Ravenid que eran muy feroces e imbatibles seguían reduciendo las fronteras del reino. —La anciana no dejaba de sonreír ampliamente, a punto de reír, como si se tratase de la función más hilarante de un bufón—. Y tu, mi buen príncipe…destinado como estabas a heredar el reino, conseguiste convencer a tu padre para luchar pero fue demasiado tarde. Solo quedaban dos ciudades en pie. Cuando cayó Siros, el destino fue implacable con El Valle, tu ciudad natal, que finalmente fue invadida. Tu padre sucumbió atrapado en las llamas, sellando así su aciago final.
Al mismo tiempo que la anciana hablaba, multitud de imágenes se agolpaban en la mente del recién llegado. Un escenario de cuerpos mutilados y carne carbonizada, de molinos quemados y casas derruidas. Un lugar donde el olor imperante era una mezcla de humo, putrefacción, el hedor de la muerte y la barbarie.
Con esos recuerdos acuciantes, él sintió otra vez como le invadía la demencia. Se vio a sí mismo deambulando durante semanas por las montañas, sólo y moribundo, mientras la desesperación le arrastraba a la muerte, el único fin que había deseado. Aquellos días había decidido abandonarse a su suerte, esperar a un sueño placentero en las desiertas tierras rocosas del sureste de su país. No comió durante días y, cuando parecía que al fin iba morir, sus pasos le habían llevado a la verde tierra de Cerebriad donde le dieron asilo y le curaron sus heridas. En el majestuoso castillo de Salde, la capital, el Rey, Raniel Sa Sorik, te otorgó un inmejorable trato.