Cuenta una leyenda que los muñecos con la mirada perdida en el horizonte vienen del mar. Dicen que fueron creados con la esponjosa espuma que dejaba atrás una ola al romper contra la orilla, con la luz cegadora de la luna sobre el agua, con las algas solitarias que flotaban en la superficie y con la melodía incesante del mar. Cada muchos años se creaba una única muñeca que iba y venía con los vaivenes de la corriente buscando una niña que pudiesen llevarse a las profundidades del olvido para calmar la soledad del extenso y profundo mar.
En tierra firme, poseer una de estas muñecas era significativo de desdicha y muerte anunciada, eran un mal augurio aunque ya hacía tiempo que las muñecas habían dejado de llegar al pequeño pueblo costero donde yo vivía. En mi interior, yo siempre había deseado y buscado una aunque manteniéndolo en secreto. Cada vez que iba a la playa, cada vez que sumergía mi cabeza en el agua tenía la esperanza de encontrar el regalo del mar, esos ojos grises que lo representaban todo, ese pelo negro azulado que lo atrapaba todo. Pero no fue hasta pasados unos años cuando me topé con una, pero no de la manera en que lo esperaba.
Durante un frío día invernal, mientras paseaba con parsimonia junto a la escollera de de la bahía; uno de esos días en los que la brisa marina traía un olor a sal tan fuerte y perturbador que picaba la nariz, y mientras miraba melancólicamente hacia el horizonte pensando en lo bien que me hubiera venido acordarme esta mañana de coger unas sandalias al venir hacia la playa, pues ya tenía destrozados los pies, una melodía me despertó de mis ensoñaciones. Era un canto que no podía salir de ninguna garganta humana, era tan atronador y tan potente como la fuerza del mar. Entonces me olvidé de lo magullados que tenía los pies y eché a correr hacia la ensordecedora voz.
Intuía que debía ser la oportunidad que había estado esperando desde hacía años, por fin una muñeca. Pese a mi alegría no conseguía quitarme de la cabeza un curioso ruido de fondo que sonaba tras la canción, como si de un telón de fondo se tratase, abriendo paso al lamento, a la desesperanza y a la desolación. Era el llanto emitido por el mar antes de usurpar un alma que le pertenecía en un 85%. Al final de la pasarela por la que caminaba, una gran silueta se recortaba contra la luz y parecía estar gesticulando con las manos y la boca, tal vez hablando sola. Cuando estuve a unos 20 metros me di cuenta, con demasiado horror, que mi mejor amiga con su ondulado pelo dorado flotando al viento lanzaba voces a la nada.
-¿No hay otra manera? -dijo mi amiga al borde de las lágrimas.
Silencio.
-Escúchame, deja de cantar.
Silencio.
-¿ANNA? -grité para hacerme oír por encima del oleaje.
Ella me miró de soslayo y pude observar el absoluto terror en sus ojos como un manto.
-Te inculparán a ti, dirán que es culpa tuya. Tienes que marcharte. -Dijo.
-¿Con quién hablas? ¿Qué haces aquí? Vámonos a casa, por favor, me estás asustando a mi también.
-Ya está sellado, hicimos un pacto. Ella te quería a ti pero yo se lo impedí.
Antes de darme tiempo a agarrarla por el brazo una gigantesca ola salida de la calma sobrepasó las rocas tragándose a Anna, arrastrándola a la perdición. Me lancé al agua desesperada por salvarla, para impedir que se ahogara, bucee durante minutos o tal vez horas pero no encontré ni un vestigio suyo. Se la habían llevado. Me arrastré hacia la orilla aún conmocionada y entre el oleaje distinguí vagamente un largo pelo negro azulado alejándose.
Ahora estoy aquí y ella allí yo encerrada en un correccional para menores acusada de arrojar a mi mejor amiga al agua. Pero solo tú: mar, conoces la verdad.
«El mar reclama lo que es suyo»