Prólogo - Fuego y rayos

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Abrió los ojos tras permanecer más de una semana con ellos cerrados. En ese tiempo durmió algo, claro, pero poco. Se despertó al tercer o cuarto día a causa del estruendo provocado por un relámpago, los abrió por un instante y pudo ver que se encontraba en el interior de una cueva gracias al destello de otro. No sabía cómo había llegado allí, lo último que recordaba era su poblado, envuelto por las llamas, los gritos de terror y un monstruo rojo con alas. Sollozó, muerto de miedo. La tormenta duró siete días de una oscuridad completa, de llorar llamando a su madre.

Pero, por fin, todo aquello había pasado, ese día el cielo era claro y el sol brillaba, aunque no lo podía ver. Fuera de la cueva se oía el viento mecer la hierba y las hojas de un árbol a lo lejos. Al fondo escuchaba gotas cayendo contra el suelo, alguna la había sentido caer sobre su espalda. Pudo ver que en el exterior volaban mariposas de cristal provocando diminutos destellos de luz de distintos colores en la lejanía. Siempre aparecían tras la lluvia, cuando el arco iris ya se había ido, por eso antiguamente se las llamaba Colores perdidos del arco iris. Incluso le pareció ver un colibrí peludo... Pero eso no podía ser: se extinguieron hace décadas. Lo sabía bien, su madre aún conservaba un abrigo gris, el color característico de estos pájaros, y le había explicado como la abuela de ella lo había tejido cuando aún existían para que los pudieran cazar. En todo este tiempo no se había movido, pero en ese momento se iba a atrever. Cuando estuvo a punto de dar el primer paso, oyó como alguien se acercaba pisando la hierba.

Una silueta humana difuminada por la luz se dibujó en la entrada de la cueva. La figura dio unos pasos más hacia adentro, dejando ver a una mujer adulta Era alta, de ojos verdes y pelo castaño largo recogido en una coleta que comenzaba a la altura por encima de las orejas y acaba cerca de la de los hombros.

Una voz lejana resonó en el fondo de la cabeza del joven: «Mátala.». Pero él no la atendió sin darse cuenta, tenía demasiadas cosas en las que pensar.

—Ella no... —susurró para sus adentros.

Vestía unas botas marrones, unos guantes a juego, un pantalón verde y una camiseta blanca de tela fina. El brazo derecho lo tenía cubierto por placas de metal reforzadas con cuero por debajo. En la pieza del hombro, que tenía forma redonda para adaptarse a la articulación, portaba el dibujo en relieve de un ala de dragón dorada. Miró con asco al interior y sacó un orbe que iluminó toda la cueva con un color morado. Con la misma mano que lo sujetaba, se descolgó la bolsa de lona en la que lo tenía guardado y la tiró al suelo. Entonces dirigió sus ojos al frente, con una expresión mezcla de rabia y odio, y reventó la esfera produciendo un fuerte sonido de explosión. Trozos de vidrio macizo cayeron de entre sus dedos y por los lados. La luz ya no llegaba a tanta distancia, sino que parecía limitarse a ella, concretamente a su mano. Alzó la gran hacha que cargaba con el brazo izquierdo en posición horizontal en paralelo a su pecho y comenzó a pasar por encima la otra mano, desde el pomo hasta el filo. Comenzó a oírse un pequeño sonido crepitante y frunció el gesto en respuesta al dolor. El color morado de sus uñas comenzó a desvanecerse a medida que esa misma luz se traspasaba al hacha. El arma había sido forjada con el mejor acero, pero, lo más importante, también junto al alma de un ciervo y los adornos habían sido hechos con las astas de este. Efectivamente, había sido construida para soportar el poder del rayo. El ritual parecía haber acabado cuando la mujer se irguió y agarró la empuñadura con ambas manos. Su mirada, furiosa, mostraba que sus iris eran ahora de un color morado chispeante. O bien era un efecto producido por la luz.

—Soy Kaisa Merthel de Altosllanos, tú mataste a mi hijo, ¡ahora yo te mataré a ti!

«¡Mátala!» ordenó otra vez la voz al mismo tiempo, en esta ocasión más fuerte, dejando claro una voz profunda de mujer. Antes de terminar la frase Kaisa comenzó a correr profiriendo un grito de guerra con el que parecía estar familiarizada. El pequeño dragón rojo trató de huir hacia atrás, girando sobre sí mismo y avanzando, pero fue en vano. La parte que quedaba detrás de él se inclinaba hacia arriba hasta una altura considerable con un ángulo más pronunciado que el del techo, creando un hueco cada vez más estrecho. La cueva ya era pequeña para un dragón joven como él, por ahí no podría pasar. Y, por si fuera poco, la tierra mojada le impedía escalar, la humedad tras tantos días de lluvia era tal que hasta le costaba respirar. La guerrera llegó a donde él se encontraba y le realizó un corte en una de las patas traseras. Inmediatamente después se deslizó por debajo de su cuerpo para asestarle otra herida. El primer corte no fue profundo para que no se encajara el arma, pero sobretodo porque no existían muchos materiales que cortaran aquellas escamas. Sin embargo para el dragón aquello lo sintió como si le atravesaran diez mil espadas. Ese era el poder mítico del rayo, su debilidad. Por no hablar del golpe en el vientre, donde las escamas no protegen el cuerpo. La bestia profirió un grito gutural de dolor.

«¡Tienes que matarla!», la voz cada vez era más clara y se sentía menos severa. «Pero no puedo.» pensó él. Mientras tanto, Kaisa se dejó patinar hasta una distancia segura y se enderezó de nuevo hacia el monstruo. Vaciló por un momento antes del siguiente ataque, el dragón mantenía una actitud defensiva al contrario de lo que sugerían las Antiguas Enseñanzas. Algo extraño. Sacudió la cabeza para borrar cualquier atisbo de duda y se abalanzó de nuevo. Movía el hacha de derecha a izquierda para coger impulso y dio el golpe en la dirección inversa en un costado. Pasó muy cerca del cuello hasta pasar la pata delantera, sin dejar de mover el hacha con gran maestría. Las alas eran la parte más débil, pero en un lugar como aquel su última preocupación era que echara a volar, no eran su objetivo. Esta vez fueron tres golpes muy certeros. El dragón aulló aún con más fuerza y se estremeció, golpeándola con el cuerpo. Kaisa salió disparada hacia un lado, pero por suerte consiguió mantener el equilibrio antes de chocar contra algo.

«¡Mátala, mátala!».

Kaisa volvió a gritar y saltó para golpear. Cometió un error. En vez de asestar un tajo, la emoción le hizo llevar el hacha un poco más lejos de lo que debía, lo suficientemente lejos como para que el arma se quedara atascada.

—¡Mierda! —exclamó tirando de ella.

El ruido crepitante aumentó y del cuerpo del dragón comenzó a surgir un líquido de colores naranja, amarillo y negro, muy parecido a la lava. El dragón dobló el cuello en dirección a Kaisa y esta pudo ver sus grandes ojos verdes justo antes del fuego. El dragón soltó una gran llamarada instintiva con un estruendo mucho más leve que el de un trueno, pero más largo. Cuando cesó, se produjo un eco del metal del hacha al caer contra la roca. Nada más.

Cuando salió del trance, se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Le temblaba la mandíbula. Se acostó sobre el suelo, trató de cubrirse la cabeza con las manos y descubrió que los dragones no lloran.

—Bien hecho. —dijo la voz, ahora fuera de su cabeza, concretamente, desde fuera de la cueva.

—¡Pero ella era mi madre!

—Ya está, vamos, sal fuera. —Dijo de una forma muy tranquilizadora.

El dragón, con mucha angustia, comenzó a caminar despacio en dirección a la entrada. La voz continuó hablando, a medida que se acercaba al final era más clara y más alta.

—En tu interior portas ahora un huevo, cuando este eclosione, tú madre será uno de los nuestros —guardó silencio un momento y continuo—. Hace mucho tiempo vivíamos en paz, pero nos confiamos. Uno de los nuestros nos traicionó y aquello casi nos llevó a la extinción.

Ya en el prado verde pudo ver delante de él un dragón rojo como él, pero más grande, y justo a su derecha, encaramado a la montaña, un enrome dragón blanco de ojos azules. El tamaño de su cabeza era prácticamente el del dragón rojo entero. En la mandíbula le crecían una especie de protuberancias que parecían estalactitas, justo encima un manto de pelos gruesos ocultaban la piel, si es que la había. También parecía haber hierba en algunas partes de la cabeza. La voz era de ella.

—Pero eso ya no volverá a ocurrir. La era de los dragones ha vuelto. —exclamo con orgullo, alzando la vista al cielo.

Sobre sus cabezas, una bandada de dragones, de distintos tamaños y colores, surcabael cielo azul en una gruesa fila hasta donde alcanzaba la vista.

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⏰ Last updated: Aug 27, 2019 ⏰

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La Era de los DragonesWhere stories live. Discover now