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—Jiang Cheng, es mi hijo.

Jiang Cheng dejó a su primogénito junto a la cama donde Wei Ying descansaba tras un largo y difícil parto, ignorando la desesperación que llenaba cada una de las palabras que había escuchado.

—Es mi hijo —dijo fríamente Jiang Cheng—. No hay nadie más apto que yo para criarlo.

—Yo lo concebí, lo lleve en mi vientre y le di a luz… yo soy su madre.

—¿Qué tipo de madre será alguien como tú? —repuso Jiang Cheng mirando sin emoción alguna a Wei WuXian—. ¿Qué le espera a tu lado sino decadencia? ¿Crees que eres digno de ser quién lo eduque y le muestre el verdadero camino de la cultivación?

—… soy su madre —repitió Wei Ying conteniendo el dolor de su pecho.

—Ningún hijo mío estará cerca de ti —las ásperas palabras de Jiang Cheng no mostraban piedad alguna—. Considérate afortunado al ser quién llevará en su vientre a mis hijos.

Oh, así que era afortunado al ser tratado con tanto desprecio y brutalidad; era afortunado al ser señalando con repudio por cuanta persona se le cruzará en el camino; era afortunado al perder cada día un poco de su vitalidad y alegría; era afortunado al haberse desposado con alguien que lo odiaba y era afortunado al saber que tendría más niños que serían arrebatados de su lado en cuanto nacieran por el hombre que no veía en él algo más que su capacidad de concebir.

Wei WuXian era afortunado.

Wei Ying volteó a ver al precioso niño que durante meses esperó sostener en sus brazos y sonrió al verlo tan pequeño y frágil, tan inocente que no conocía nada del gran dolor que existía en el mundo, mismo que se transformaba en calidez que lo hacía amarlo por sobre todas las cosas que existían en la tierra.

Cerró los ojos por unos segundos, suspiró suavemente y a pesar de ser consciente de la debilidad de su cuerpo se dijo que podía soportar todos los maltratos y humillaciones, todas las torturas del mundo, pero no perder a su hijo.

Así, cansado y herido, enterró en lo más profundo de su ser el amor incondicional y cruel que sintió por la inalcanzable, dura y fría persona que estaba delante a él mirándolo como si fuera poco menos que nada, como si no mereciera un poco de consideración ni lástima.

Wei Ying apretó los puños al momento de ponerse en pie, miró una última vez a Jiang Cheng antes de permitir que una pequeña lagrima escapara de sus ojos y reunió toda la energía resentida que consumía su alma y cuerpo, antes de saltar al abismo.

La tierra de Yunmeng se estremeció esa tarde con tanta fuerza y furia que sus residentes creyeron estar en presencia de una gran catástrofe natural, corriendo a esconderse donde podían, gritando por ayuda en medio de la desesperación que llenaba sus corazones.

Las aguas de Lotus Pier también vibraron con violencia destruyendo el puerto y toda embarcación que se encontraba a un radio de cinco kilómetros, el cielo se oscureció y mientras los maestros de la Secta Yunmeng Jiang se enfrentaban a una horda de cadáveres furiosos y demonios salidos del mismo infierno, la delgada y frágil línea que ató a Wei Ying a Jiang Cheng se rompió.

Esa tarde el Patriarca Yiling huyó de Lotus Pier arrastrando lo que quedaba de él al mismo tiempo que sostenía amorosamente a su hijo recién nacido, prometiéndole débilmente que todo estaría bien a pesar de saber que moriría a manos de Sandu Shengshou por segunda ocasión en cuanto la poca fuerza que conservaba se agotará.

Pero estaba bien, amaba a su hijo y se quedaría con él hasta que el peso de haber atacado a su padre lo alcanzara.

—Wei Xiao Chen… —murmuró Wei Ying antes de perder el conocimiento.

Muddy wattersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora