Capítulo Piloto

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  María Antonieta tomó con delicadeza su tenedor y lo dirigió a la tarta de moras que reposaba en el platito de porcelana. Era un lunes a las dos de la tarde, la hora del té de la princesa. Sentada con tranquilidad en su mesa al aire libre en una de las terrazas de sus aposentos, María escuchaba el cantar de los ruiseñores con paz en el alma. Con recelo llevó el pedazo de tarta a su boca y probó su sabor. Tosió fuertemente mientras escupía el pequeño trozo de dulce. No tenía duda de que había sido envenenada, pues pequeñas gotitas de sangre salieron de su garganta.

  —Señora Gilian, a-agua, por f-favor.

   Con rapidez llamó a una sirvienta y le pidió agua, o té, o algo con lo que pudiese limpiar su garganta de esa porquería. Mala idea, se dijo, pues no hizo más que tomar un sorbo y ya estaba tosiendo otra vez.

  —¡Maldición! —tiró la pequeña taza al suelo, haciéndola pedacitos al instante. La sirvienta se sobresaltó y pidió disculpas unas mil veces. No entendía por qué la gente quería tan desesperadamente hacer cualquier cosa para matarla.

   Suspiró lentamente, aspirando la paz que le daba el fresco de la tarde y las gotas de lluvia que se colaron en su balcón. Se le ocurrió una idea, sin saber si era buena o mala. Movió su mano en señal a la señora Gilian para que la atendiera.

  —¿Qué necesita, señorita? —su voz fue temblorosa, con su mirada pegada en las baldosas de mármol de su piso.

  Con una sonrisa le ordenó nuevamente a la criada que le trajese una china y un cuchillo para pelarla. No pasó mucho tiempo para que ella entrara por el umbral de marfil hacia la mesa de té donde estaba sentada María Antonieta, con la fruta en una mano y el utensilio mortal en la otra. María tomó ambas cosas en sus manos y observó con cautela a la señorita.

  —Muchas gracias, Gilian.

   Sus dedos temblaron un momento antes de que tomara con fuerza el reluciente cuchillo con su diestra y dejaba caer la china al suelo para sujetar la muñeca de la persona contraria. Su cabello y su ropa se empaparon de agua, mas no le importó.

  —¡Señorita! —la sirvienta gritó desesperadamente e intento zafarse del férreo agarre de María Antonieta.

  La joven levantó su derecha con determinación y notó el terror en los ojos acuosos de la señora Gilian. Un grito desgarrador hizo que empuñara una de sus manos en la boca de la mujer y cerrara sus ojos con fuerza. Y cuando los volvió a abrir, sus manos estaban machadas de escarlata y el vestido blanco impecable de la sirvienta se había convertido en un rubí brillante. Empujó con delicadeza al cuerpo de la señora Gilian hacia la lluvia, dejando que el agua se llevara la sangre y las lágrimas de su rostro. Contempló el cuerpo inerte frente a ella y no hizo otra cosa que sonreír, con el llanto de los pájaros que sufrían junto con el pueblo, al enterarse del trágico intento de asesinato hacia su alteza.

La hora del té de María AntonietaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora