Ursidae

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Nunca nadie supo de dónde salió. Tenía sólo ocho años cuando, después de haber cruzado el cerco del bosque, vi una enorme silueta que se rezagaba entre los arbustos y la enredadera que lo abrazaba. Era oscuro, pero no tanto, se sacudió y al alzar la cabeza, él también me divisó. Mi cuerpo sintió millones de agujas clavarse entre los infinitos poros de la piel; centenares de cosquilleos comenzaron a erizar el escaso vello de mis brazos, y otras incontables sensaciones invadieron mi estado en aquel momento. Un gélido bufido me petrificó y el pavor de estar ante una bestia gigantesca me paralizó sin rodeos. Lo único vivo en mí era el respirar; en él, eran sus orejas en alerta, su ronca exhalación, su mirada asesina, sus ocelos efervescentes de sangre. El frío del clima no permitía ni una sola gota de sudor en mi frente, pero el pánico obviaba la censura. Titubeé, por un instante amagué a correr, huir de allí, pero dos piernas no logran ganarle a cuatro. Atisbé varias veces a mi alrededor, pero nada ni nadie podían ayudarme. Volví la mirada al suelo y vi una rama bifurcada. La tomé, pero el brusco movimiento sólo provocó la ira del gigante. Rugió. Él rugió. Meneó la cabeza hacia ambos costados instruyéndome con señales inentendibles. Temibles garras emergieron desde la flora que lo recubría; negras y parco, como los mismos ocelos turbadores que vigilaban cada movimiento que realizaba. El respirar era pasivo, bastante inquietante. Hice un ademán con una mano para atraer toda su atención en esa, y con la otra le atiné con la rama. Unos instantes luego, esprinté en dirección opuesta.

En aquella instancia de huida no existía la posibilidad de que algún pensamiento rondara por mi cabeza sobre una estrategia perfecta de escape; simplemente corrí. Cuanto más movía las piernas para ganar velocidad, tanto más el aire salía de mis pulmones a mayor desesperación. Las imágenes de mis brazos sacudiéndose a los costados del torso para impulsarme con el aire, mi cuello recto, erguido, tenso; mi habilidad de atletismo alcanzando un punto culmine en la carrera por sobrevivir, y las hojas y ramas de algunos arbustos crecidos que me arreaban el rostro una vez fueron reales coyunturas en un presente. Empero, ahora se convirtieron en vívidos recuerdos. Mi cabeza no entendía muy bien la situación: ¿Estaba huyendo? – pues sí - ¡estaba huyendo!, ¿Aún me persigue? – Volteé el cuerpo y la cabeza hacia atrás y vislumbré un tumulto de carne de tupido pelaje oscuro que seguía muy de cerca mis desmesurados pasos - ¡sí, me persigue! – me dije a mí mismo que debía correr sin importar mi condición física, mi asma, mi diabetes, todo. Mi cuerpo entero generaba fricción, la cadera crujía como madera vieja, el cuello se tensaba cada vez más y mis piernas ganaban velocidad y rapidez. Mi acechador corría de forma mucho más veloz, pero pude perderlo de vista cuando me lancé por una colina y descendí en picada. Los raspones en los codos, el rostro lacerado y la piel desquebrajada no eran absolutamente nada en comparación al peligro acechante detrás de mí. Al llegar al llano, me esforcé por ponerme de pie. Luego, corrí. Me detuve, inspiré, y después corrí. Más tarde no supe hasta dónde llegué; lo único que sabía era que, al parecer, ya estaba a salvo.

Recobré el aliento luego de unos segundos prolongados al esconderme dentro del hueco de un tronco grueso y viejo. Con las mangas del suéter me secaba la transpiración de la sien. Tragué varias veces antes de observar a los alrededores para ver si esa bestia aún seguía merodeando, pero nada. Todavía experimento la sempiterna sensación del bufido de la álgida ventisca sobre mi humedecido rostro jovial, perteneciente a la etapa de la mocedad latente. También, recuerdo que sobre la base del tronco hueco yacía una pequeña borla de madera deformada: la arranqué de su lugar y la arrojé hacia el césped rociado con la humedad del ambiente. He llegado con vida al día de hoy y aún no he descifrado el porqué arrojé el trozo de madera hacia el suelo - ¿acaso la inmadurez propia quiso que el monstruo me encuentre?, llamarle la atención - ¿o quería enfocar mi mente en otra cosa para deshacerme del miedo que me abrumaba? – debo admitir que eso sólo fue debido a un impulso de total irracionalidad. Consecuente a ello, mi acechador se guio por el sonido de la borla que arrojé. Sus pasos resonaban entre los cuerpos de los árboles; ese mismo sonido grave en eco transmitía el peso del animal. Desde mi punto de vista, esa cosa era enorme. Debería pesar al menos unos 1000 kilos. No estaba seguro, porque de lo único que estaba seguro era que debía escapar de allí. Primero, tenía que distraerlo; crear una distracción temporal. La borla que había arrojado era un recurso que ya no podía volver a usar. Mi estrategia continuaba en pie, pero por desgracia los recursos a mi alcance eran limitados. La ruta de escape era estrecha; a cada respirar las posibilidades se reducían. En aquel momento, enclaustrado por los barrotes que me disgregaban de la cordura a la locura, simplemente cerré los ojos y, al no ver nada, comencé a recordar el pasado no tan lejano: sentado en casa tomando un vaso de leche caliente mientras esperaba que las galletas en el horno estén listas. ¿Qué fue lo que me arrastró hasta aquí? Aunque se vuelva confuso, todavía recuerdo vicisitudes más difusas y más antiguas en las cuales los deseos más latentes eran exiguos en su totalidad.

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