DESTELLOS AZULES

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Por fin llegué a casa.

Estaba cansadísimo a causa de las cantidades ingentes de trabajo que había últimamente en mi empresa. No daba abasto, y aún encima se avecinaba el plazo de entrega de la novela que estaba escribiendo.

Aparqué el coche en el garaje, y me concedí unos segundos de relax antes de bajar. Apoyé la cabeza en mis manos y me masajeé las sienes, un pequeño y punzante dolor comenzaba a aflorar y me molestaba bastante.

Después de unos minutos de masaje, lo di por imposible, cogí la bandolera que contenía mi ordenador portátil y me bajé del coche. Le di al botón para cerrar el portalón del garaje y me metí en la casa.

Nada más entrar me recibió un coro de sonidos incoherentes entre los que destacaban gritos de personas y ladridos de perro, así como una música puesta a un volumen extremadamente excesivo.

- ¡Por el amor de Dios! Bajad el volumen -grité para que se me oyera por encima de aquel tumulto de sonidos.

Mi mujer llegó para salvarme y poner orden. Utilizó el mando a distancia para bajar el volumen, y con un par de órdenes con voz bastante alta consiguió que el perro dejará de ladrar y los niños de gritar.

Cuando todo se hubo calmado, me arrodillé en el suelo como era costumbre y mis dos hijos y mi hija se me abalanzaron para reclamar un cariñoso abrazo al que yo respondí con gusto. Cerré los ojos y disfruté de aquel momento, había tenido un día de mierda y necesitaba apoyo y cariño.

- Venga niños -dijo mi esposa-. Dejad a papá en paz. Necesita descansar, ya jugará más tarde con vosotros.

Los niños cesaron en su abrazo, me dieron cada uno un beso en las mejillas y se fueron corriendo a jugar.

Mi hijo mayor, Kevin, tenía diez años, el mediano, Tom, tenía casi nueve y mi hija pequeña, Lucy, tenía tan sólo seis y unos preciosos ojos de color caoba que recordaban al chocolate.

Me levanté de mi posición, mientras acariciaba a Barry, nuestro labrador, y al estar de pie abracé a mi mujer y le di un beso en los labios bastante largo.

- Vaya. ¿Qué te ocurre cielo? -preguntó mientras escrutaba mi rostro en busca de alguna señal que le dijese que me pasaba; me conocía demasiado bien.

- Nada cariño, mucho trabajo. Debo terminar el capítulo de mi novela para mañana y he tenido un día de perros -suspiré-, y a pesar de que lo que más me apetece es descansar y ver una peli a tu lado, debo ponerme a trabajar enseguida.

- Bueno, tú no te preocupes, haz lo que tengas que hacer, y cuando puedas, aunque sea otro día, haremos ese plan de peli. - me dio un fugaz beso, y se fue a terminar de preparar la comida.

Me fui al baño a darme una ducha rápida, comimos y descansé un rato en mi estudio. Después, fui al piso de abajo, junto a mi familia, para avisar de que me pondría a trabajar y que no me molestasen, algo que hacía cada vez que tenía que concentrarme.

Subí de nuevo a mi estudio, el cual constaba de un par de estanterías con bonitos estantes de cristal y las barras que lo sujetaban de un material negro brillante; un escritorio con una lamparita de mesa, así como numerosos montones de papeles ordenados, lapiceros llenos de plumas, rotuladores y todo lo necesario para escribir.

Sobre la mesa esperaba mi portátil, ansioso por conocer el resto de las historias que era capaz de producir mi mente.

Me senté en la silla con ruedas que había delante, arremangué mi camisa y me puse a escribir durante horas, hasta que el cansancio pudo conmigo.

*****

Al día siguiente, como todos los demás de mi rutinaria vida, me desperté en mi cama junto al amor de mi vida, con el que llevaba casado ya quince años, y veintitrés como pareja.

Destellos azulesWhere stories live. Discover now