Soy adoptado, nunca conocí a mi verdadera madre, es decir, es posible que llegara a conocerla en algún momento, pero era muy pequeño como para recordarlo. A pesar de todo, yo amaba a mi familia adoptiva, pues siempre fueron amables conmigo. Me alimentaban bien y vivíamos en una casa cálida y muy cómoda, donde además me dejaban quedarme despierto hasta tarde.
Déjenme contarles rápidamente sobre mi familia: Primero, está mi madre. Nunca llegué a llamarla “mamá” ni nada por el estilo, sólo le hablaba por su primer nombre, Janice. A ella nunca le molestó, y es que la llamé así por tanto tiempo, que posiblemente dejó de darse cuenta de ello. De cualquier modo, era una mujer muy amable, creo que fue ella quien sugirió que me adoptaran en primer lugar. A veces recargaba mi cabeza en su regazo mientras veíamos televisión y ella me hacía cosquillas en la espalda. Es una de esas madres hollywoodenses.
Luego, está mi padre. Su verdadero nombre era Richard, pero como nunca le agradé demasiado, empecé a llamarlo “papá” en un intento desesperado por ganarme su afecto. No funcionó, creo que no importaba cómo me refiriera a él, pues nunca me amaría tanto como a su propio hijo. Era comprensible, así que dejé de presionarme para agradarle. El atributo más notable de Papá era su inamovible severidad, pues no le molestaba golpear a sus hijos cuando hacían algo mal, y eso lo aprendí de la forma difícil, en la época en que no sabía usar el baño correctamente. Él no dudó en darme una palmada de vez en cuando, y bueno, si ahora me porto bien es gracias a sus métodos.
Por último, hablaré de mi hermana. La pequeña Emily era muy pequeña cuando me adoptaron, casi teníamos la misma edad, pero ella seguía siendo un poco mayor que yo. Aún así, me gusta pensar en ella como mi hermanita. Nos llevábamos mejor de lo que los hermanos se suelen llevar, aún sin ser adoptados. Siempre nos quedábamos despiertos charlando hasta muy tarde, bueno, en realidad, ella hablaba y yo sólo escuchaba, pues la quería demasiado.
Como no teníamos muchas habitaciones, -y como no quería dormir yo solo cuando era más pequeño-, tenía una colchoneta para mí a un lado de su cama, y había dormido allí desde entonces. Era genial conmigo, porque disfrutaba estar con ella y siempre me sentí con el deber de proteger a mi hermanita.
Pero todo cambió un horrible miércoles por la noche. Estaba en casa tomando una siesta, cuando la pequeña Emily abrió la puerta del frente. El sonido de la puerta abriéndose me despertó y caminé desde la habitación, al final del pasillo, hasta la sala. Allí fue cuando recordé que era miércoles, pues nunca fui muy bueno llevando la cuenta de los días. De hecho, simplemente diré que mi sentido del tiempo era terrible, pero sabía que era miércoles porque Emily acababa de regresar de la reunión semanal de su grupo cristiano. Ella corrió desde la puerta a abrazarme, y detrás de ella venían Papá y Janice.
¿Tuviste una buena siesta? Preguntó Janice, mientras me alborotaba el pelo. Tan sólo sacudí mi cabeza resoplando, respondiendo a su cariño.
“¡No le contestes con esos ruidos a tu madre!” dijo Papá, áspera y autoritariamente. Cerró la puerta tras de sí y colgó su abrigo. “Obviamente estaba jugando” me limité a rezongar para mis adentros. Creo que no me escuchó, pues no sentí que me golpeara por ello. Emily se dirigió a nuestra habitación y yo la seguí. Empezó a contarme acerca de su día, ya saben, las clásicas historias de adolescentes, pero la escuché para hacerla sentir importante.
Al finalizar su historia, me sugirió ir a ver televisión con ella, y al llegar a la sala, salté al sofá, mientras ella iba por el control remoto. La televisión se encendió y la disfrutamos juntos hasta que se hizo de noche. Emily era ese tipo de chica que, en vez de ver caricaturas y telenovelas, prefería sintonizar Discovery Channel, Animal Planet o National Geographic. A mí también me gustaba ver esos programas, así que no ponía objeción alguna, de hecho, eran los únicos canales que realmente podían captar mi atención.
El tiempo avanzó y después de un rato, Janice se paró junto al sofá. “Emily, ya deberías estar dormida. Apaga la televisión y ve a tu cuarto. Tú también” dijo, señalándome. Emily apagó el televisor y se levantó de mala gana. Comenzó a caminar por el pasillo, y mientras la seguía, no podía sacudirme la idea de que algo andaba mal.